Cuando mi padre me ve me mira fijamente, con el ceño fruncido y sus ojos azules insistentemente posados en mi cara. No hay reconocimiento ni extrañeza en su expresión. No hace tanto tiempo su cara se iluminaba cuando me veía y, aunque sin palabras, afloraba a sus labios esa sonrisa levemente torcida que le caracteriza. Ahora escucha mi saludo y recibe mis besos como si estuviera enfrascado en otro asunto que acapara toda su atención. Algo que vive en su mente y solo a él concierne. Por lo general, tiene una revista en las manos, y enseguida sus imágenes vuelven a acaparar su interés.
Pero solo hay que dejarle tiempo. Al cabo de un rato vuelve a mirarme, y con un leve movimiento de cabeza me incita a acercarme y recibir sus besos. Si me mantengo próxima, sonriéndole, extiende la mano y me acaricia la cara, la barbilla, el pelo. Me inclino sobre él y entonces recibo un aluvión de besos, el último muy apretado. Al separarme descubro un rastro risueño en sus ojos y la media sonrisa ladeada en su boca. Mi madre me recordaba hace unos días una frase atribuída a Maragall haciendo referencia a su familia. Algo así como: "no sé quienes sois, pero sé que os quiero".
Qué privilegio tenerle aquí, cerca de nosotras, poder cuidarlo y darle impunemente todos los mimos que, hace unos años, el respeto que le profesábamos nos impedía ofrecerle. Ahora se deja besar, abrazar y acariciar y nos aprovechamos de ello. Dócil como un corderito, aquel hombre firme como una roca. El alzhéimer no ha mellado su caballerosidad ni su porte distinguido. No sé por qué espacios navega su mente, pero aunque ya no recuerde quién fue, aunque no reconozca a sus padres en las fotos, aunque no sepa que somos sus hijas, sabe que mi madre es suya, sigue intacto el vínculo con nosotras, sigue disfrutando de la comida, de nuestros besos, de la música. A veces escuchamos juntos boleros, o
Marina (siempre sostuvo que es la más operística de nuestras zarzuelas, en la única en la que no recuerdo si el tenor o la soprano lanza un do de pecho poco después de su inicio), o
La Traviata. Cuando comienza a sonar la música su ceño se relaja y todo su cuerpo parece escuchar. A veces me mira y hace un gesto afirmativo con la cabeza. Escuchamos cogidos de la mano, yo prendida en sus ojos.
Camina muy despacio, aquel hombre de largas zancadas. A veces le abrazo por la espalda, me pego a su cuerpo y caminamos así, mi paso acompasado con el suyo. Nos asomamos a la ventana y llamo su atención sobre los árboles, las nubes o cualquier cosa que se me ocurra. No desvía la mirada de un punto concreto, aparentemente indiferente a mis palabras, pero de repente alza la mano y señala algo en la lejanía. Y me mira. No sé qué quiere mostrarme, pero le digo que sí y le lleno la cara de besos. Si fuera capaz, pensaría que estoy tonta.
Las manos de mi padre, las que nos hacían la cruz en la frente cuando venía a la cama a darnos las buenas noches, las manos que remetían sábanas y colcha estirándolas tanto que nos dejaba sin respiración. Las fuertes manos de mi padre; su peculiar manera de lavárselas, haciendo desaparecer la pastilla de jabón en un sincopado movimiento circular; esos dedos romos siguiendo cualquier ritmo sobre la guitarra, sobre la mesa, sobre nuestras espaldas. Qué alegría tenerlas cerca, sentir su tacto. Qué privilegio poder cuidarte, padre.