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jueves, 11 de noviembre de 2010

Renoir, el pintor de la alegría, en El Prado


Pasión por Renoir. Así han titulado la exposición de las 31 pinturas de la colección de la Sterling & Francine Clark Institute que hasta el mes de enero se puede contemplar en el Museo del Prado de Madrid. Sólo 31 cuadros, pero todos ellos excelentes, algunos extraordinarios, pertenecientes al último cuarto del siglo XIX, según los expertos el de mayor calidad de su producción pictórica.

















La obra de Renoir siempre me ha producido una gran alegría. Desde los dos primeros cuadros con los que arranca la exposición, estos autorretratos que os muestro (el primero de 1875, a los 34 años, de pincelada larga y enérgica, una pintura rompedora, apasionada, como corresponde a su juventud; el segundo fechado en 1887, de factura más depurada, el pincel acariciando la tela, la obra de un maestro) se instala en los labios una sonrisa que no te abandona hasta mucho después de salir del Museo. La pintura de Renoir reconforta, consuela, mima el corazón. Y no sólo por el valor terapeútico que siempre posee la belleza, sino también por la placidez que transmiten sus cuadros.


















Fijémonos en los ojos de sus retratadas. Este Palco en el teatro, firmado en 1880. Esa mirada amable y sonriente te contagia su bienestar. El cuadro era inicialmente el retrato de las hijas de Edmond Turquet, entonces subsecretario de Estado de Bellas Artes, pero a Turquet no le gustó y lo rechazó. Según demuestran los rayos infrarojos, el fondo no era exactamente así y a la derecha del lienzo asomaba una figura masculina, muy probablemente el propio padre de las jóvenes retratadas. Tras el rechazo, Renoir borra la figura y modifica el rostro de las muchachas, haciéndolo más genérico. Si nos fijamos, la mayor parte de sus figuras femeninas tienen rasgos similares (ese labio de arriba un poco rizado se repite en muchos rostros), cuando no se trata de retratos.
















¿Y la mirada de esta joven, muy probablemente la actriz de la Comédie Française Jeanne Samary, a la que veremos retratada por Renoir en al menos una docena de lienzos? Una pintura realmente deliciosa en la que el ramo de crisantemos adquiere casi tanto protagonismo como la figura femenina. Me entusiasman esos ramos de flores que aparecen en muchas de sus pinturas, en jarrones, en el regazo, en sombreros o jardines. El toque oriental, tan en boga en aquel momento, viene de la mano del abanico. Y esa forma de mezclar colores: verdes junto a azules, morados, pardos. Muchacha con abanico, es su título.

Aquí vemos a Angèle, una joven de Montmartre conocida por su vida alegre, posando para el pintor al final de una jornada agotadora. Muchacha dormida, pintada en 1880. Parece ser que al pintor le fascinaba la expresividad de su argot y las extraordinarias historias que contaba. El enorme encanto de esta obra radica, para mi, en la ternura que inspira el abandono de la mujer. Parece como si el agotamiento la hubiera vencido mientras posaba y, reclinando la cabeza en el respaldo del sillón, aflojando el abrazo al gato que reposa en su regazo, se hubiera quedado dormida. La fragilidad y sensualidad que se desprende de su hombro desnudo. Y de nuevo esos azules de Renoir.
















A la izquierda, Marie Thérèse Durand-Ruel cosiendo. Durand-Ruel, marchante de Renoir durante un tiempo, le encarga que retrate a sus hijos en el mes de agosto de 1882. Renoir los saca al jardín y los pinta al aire libre. Su paleta estalla en colores. En este retrato se siente el sol en la mejilla de la joven, el olor del verano. Su figura se confunde en la vegetación, azules y verdes. Y algo que se repite en sus figuras femeninas: las melenas sedosas, dulcemente onduladas, esponjosas. También en el cuadro de la derecha, Muchacha haciendo ganchillo, firmado en 1875. En esta ocasión la mujer se encuentra en un interior doméstico, la paleta es más sobria otorgando el protagonismo al pelo cayendo sobre la espalda y al hombro desnudo. Ella se viste de forma sencilla, parece una sirvienta en una casa burguesa. Este cuadro tiene una inegable carga erótica: los brazos y el hombro desnudo, el pelo suelto, el rubor de las mejillas, ese gesto no del todo concentrado en el que parece asomar una incipiente sonrisa, como si la modelo fuera consciente del efecto que produce en el espectador. Se trata de Nini López que un año antes había posado para uno de los cuadros más famosos del pintor, La loge, The theater box.





















Retrato de una joven, también conocido como La ingenua o Pensativa, títulos que a Renoir le disgustaban profundamente. "Estos sinvergüenzas de los marchantes de arte saben perfectamente que el público es muy sentimental. Pusieron un maltido título a mi pobre muchacha... La denominaron La pensée... Mis modelos no piensan". Un cuadro de suaves tonalidades que contrasta con el que os muestro a la derecha, Niña con ave (Mademoiselle Fleury vestida de argelina), un cuadro realizado en 1882, durante el segundo viaje del pintor a Argelia. Ya habíamos hablado del gusto por lo oriental en los artistas de la época. Aquí vemos a una joven europea ataviada según la moda argelina. El pincel, que en los fondos y en las cortinas se desliza sobre el lienzo con poca pintura, se carga en el turbante y el traje lo que aumenta la sensación de volumen. Me encanta el contraste entre la calidez de los tonos anaranjados y amarillos con los fríos verdes y azules. El rostro de la niña, la sonrisa de sus labios rizados y la alegría bailando en sus ojos.

Abro y cierro con este maravilloso retrato de Thérèse Berard. Quizá sea uno de sus retratos más convencionales, pero no por ello menos extraordinario. La niña tenía 13 años, y parece que no se quedó muy satisfecha con el cuadro; consideraba que la camisa blanca la infantilizaba.

Su piel, su pelo, un atisbo de sonrisa en sus labios, esos imposibles azules, violetas, morados conviviendo felizmente y sus ojos. Los ojos de Renoir.

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2 comentarios:

  1. Excelentes obras, sin duda; para mí gusto las que más "Palco en el teatro" y "Muchacha haciendo ganchillo".
    Os felicito por el blog. Cristina.

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  2. Admiro la pintura de Renoir. Su belleza, el esplendor de los colores, su expresividad, la libertad... Es el fiel reflejo de una época que nos inunda el alma de nostalgia y melancolía. Como sus obras, que si bien a primera vista reflejan alegría, mirándolas bien y con el espíritu y el alma a flor de piel, también vemos cierta tristeza y melancolía del autor... quizás nostalgia del paraíso perdido o la desazón de tener que vivir en una sociedad que no lo comprendía ni lo entendía.

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