"Hay escritores a los que uno admira mucho durante algún tiempo y de los
que luego parece que se desprende, sin propósito, sin esfuerzo, casi sin
motivo, probablemente sin justificación. A mí me sucedió eso con Alejo Carpentier, y a partir de un cierto momento con García Márquez. Lo que tanto me
había gustado dejó de apetecerme. Los mismos rasgos que me habían
seducido en un estilo me lo volvían luego indigesto. No reivindico esos
cambios de gusto: pueden ser certeros y pueden ser equivocados; lo
importante es que son involuntarios, y que se corresponden con
modificaciones profundas en la sensibilidad, y sobre todo que uno ha de
tener la dosis de honradez con uno mismo imprescindible para
reconocerlos. Sin que uno sepa por qué algunos escritores le gustan y
otros no; algunos lo siguen acompañando a lo largo de la vida y otros se
le quedan atrás; y algunos los encuentra de pronto y se pregunta por
qué motivo, por culpa de qué prejuicio o descuido no los leyó mucho
antes.
El problema no es que uno tarde, o que no llegue nunca. El problema
verdadero es que uno se mienta a sí mismo, por obedecer a una difusa
coacción exterior que se convierte en policía íntimo, más eficaz aún
cuando uno no se da cuenta de que está obedeciéndolo. La literatura, si
es algo, es el reino de la libertad. Hay una tal variedad de libros
admirables y son tan distintos entre sí que cualquiera que busque sin
prejuicio y dejándose guiar por su instinto bien adiestrado en muchas
lecturas encontrará exactamente aquellos que le corresponden, los que se
le parecen, como se nos parecen según Baudelaire esos países en los que
nos está esperando la felicidad. A uno le puede gustar Tolstói y a la
vez Dostoievski o el uno y no el otro o ninguno de los dos y aun en este
caso habrá otro novelista en el que podrá sumergirse como en la misma
vida. El mismo libro que no nos llega a una cierta edad se apoderará de
nosotros tan solo unos años más tarde. Y si no ese, otro. Hay tantos que
el único peligro que no corremos es el de quedarnos sin lectura. Pero
el lector, cualquiera de nosotros, desea más o menos inconfesablemente
que le guste lo que la atmósfera del momento determina que debe gustar,
lo que está en la lista de los diez mejores al final del año, o, igual
de arbitrariamente, lo que es tan poco leído que por fuerza ha de ser
muy bueno, como si existiera algún tipo de correlación entre la fama o
el número de lectores de un libro y su calidad, o su falta de ella. A
Franz Kafka no lo leía nadie en su tiempo y era un escritor magnífico;
Dickens no era ni es peor porque lo leyera todo el mundo.
En último extremo, las elecciones personales no dependen de la
calidad objetiva, tan difícil de establecer inapelablemente en las
artes, sino de ciertas afinidades que son más poderosas porque no son
del todo conscientes. Qué hace que uno se enamore de una cara y no de
otra, y no de ninguna otra. Amar una cara es amar un alma, dice Thomas
Mann en La montaña mágica. Y un amor pasional puede acabarse en
unas semanas o unos meses, como aseguran el cine y las novelas, o durar
una vida entera. A mí García Márquez o Alejo Carpentier me gustaron
mucho y luego dejaron de gustarme, pero Borges, Onetti, o Cervantes, o
Marcel Proust, o Montaigne, me gustan más cuanto más tiempo pasa y
cuanto mayor me hago. Y Malcolm Lowry no me gusta menos por haberlo
descubierto después de los cincuenta años. A los veintitantos tuve entre
las manos Bajo el volcán y no recuerdo si lo empecé y no seguí leyendo o si lo dejé en una estantería y ya no lo abrí nunca.
No se sabe qué parte de intuición o de capricho hay en estas
afinidades viscerales. Son peligrosas porque pueden responder
simplemente a la distracción, al prejuicio. Pero uno, como lector, lo
que no puede es negar su existencia."
Os ofrezco un fragmento del artículo de Antonio Muñoz Molina publicado por Babelia el 26 de mayo de 2012.
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