No tengo ganas de bailar. El alma erizada, como con frío por
dentro, se niega a levantarse sobre sus pies y en un revuelo arroparse de
nubes, colores suaves y esperanzas futuras. Soy, a mi pesar, un ser invernal:
ahora que la primavera ha venido, y nadie sabe cómo ha sido, ¿cómo esperar el
milagro de la primavera? Tantas veces el amor sucede mientras llega, tantas
veces la dicha es tan sólo preparar la fiesta. Mi amigo Víctor Márquez Pailos,
que es como un gato a punto de saltar de la quietud al silencio, distingue
entre desesperación y desesperanza; la desesperación reside en la décima de segundo;
la desesperanza en un tiempo que ahonda sus raíces en la finitud de lo eterno.
No sé si estoy de acuerdo, o sí: sé que la esperanza –lo decía Ángel González
en un poema—es tan sólo la raíz del miedo. Él es monje y poeta, yo medio poeta
y casi payaso. Tesis: todos los héroes, ante su destino, se comportan con
desesperanza. Antítesis: mi padre, que tenía un humor negro muy triste, me
contó en una ocasión una anécdota que nunca he olvidado. En los días de nuestra
última Guerra Civil el ejército nacional capturó en una acción militar a un
maestro republicano movilizado. Otros atribuyen esta misma anécdota a Pedro
Muñoz Seca y quienes le juzgaban eran miembros de un tribunal militar
republicano. Sea como fuera, a cualquiera de los dos le juzgaron sumariamente y
su condena fue el pelotón de fusilamiento. Se le permitió ante el tribunal
militar, por darle una apariencia de legalidad, que dijese unas últimas
palabras en su propia defensa. El reo hizo su alegato: «Aunque me matéis, hay
algo que no me podréis quitar nunca. Puede que vuestros cañones vuelen los
cimientos de mi idea de justicia, puede que acabéis con todo lo que amo y he
soñado por el bien de la Ciudad Justa. Os lo concedo, podréis hacerlo con
vuestra fuerza bruta. Pero nunca conseguiréis acabar con mi condición humana,
nunca estaréis a la altura del miedo que tengo».
Síntesis: son sólo días. Todos tenemos días. Días buenos,
días malos, días que se pierden en la estrecha rendija de nuestra vida y que
vuelven sin embargo tercos cuando menos se lo espera uno. En días así me
refugio en los libros. Al tiempo que maldigo haber leído –en España no saber
leer otra cosa que el Boletín Oficial del Estado te confiere unas ventajas
envidiables– vuelvo a leer y releer lo vivido. Sé que en alguna página
encontraré consuelo, revelación, algo que calme al menos este desasosiego
quieto, estas aposentadas ganas mías de encontrar la salida del laberinto de mi
vida. Hace unos días fue el 23 de abril, el día del libro: todos lo celebramos
con ansiedad desudada obviando –un año más– que en el único sitio de España
donde se celebra de verdad esta fiesta de la cultura es en la parte más
civilizada de España, en Cataluña.
Los libros, para los que se anuncia su defunción inmediata,
no mueren pues se quedan en la memoria aunque sea en la de unos pocos. Salvador
Espriu, el gran poeta de Sepharad, nunca tuvo una biblioteca. Leía una vez el
libro que compraba. Si le gustaba mucho o le inquietaba demasiado lo leía dos
veces. Después se lo regalaba a algún amigo. En su casa sólo conservaba una
Biblia no tanto como símbolo religioso, que también, sino como metáfora de la
biblioteca que podría haber tenido. De joven, aún adolescente pues tardó en
madurar, vio cómo el ejército nacional recién llegado a Barcelona quemaba en la
calle la biblioteca de su padre. La impresión, el agravio, la vergüenza fueron
enormes: se prometió a sí mismo que nunca volvería a sufrir ni él ni su familia
tal afrenta.
Disculpen ustedes pero hoy busco algo que me consuele. La
verdad es que sólo quiero que cuando venga la muerte no me encuentre muerto. Y
que, como en aquellas páginas de Alberto Manguel, cuando el delirio del
pentotal me lleve hasta las puertas del paraíso, el bonachón de San Pedro me
diga:
–Vamos a ver: has leído a Catulo, a Petrarca y a Dante:
sabes lo que es el amor y la incertidumbre del amor; has leído a Camões, a Safo
y a Baudelaire: sabes lo que es la pasión; has leído a Cicerón, a Montaigne y a
Shakespeare; y a Cesare Pavese, Jorge Luis Borges y a Idea Vilariño. ¿No
esperarás encontrar nada nuevo aquí, en la Eternidad?
Xuan Bello, diario El Comercio de Gijón, 27 de abril de 2014
Casualmente, Xuan Bello hace esta tarde una lectura de sus poemas en el Viejo Instituto. Me lo comunican mis coleguillas del rollo literario pero, con harto dolor, no voy a poder estar presente en el evento, por una de esas convenciones sociales que cuesta soslayar si no se quiere ir dejando tras de sí un chorro de cadáveres de amigos. Somos libres, pero cuesta desprenderse de algunas esposas. Y no lo digo por la mía.
ResponderEliminarSí, estaba enterada. Le presenta Miguel Rojo. Es una pena que no puedas ir porque va a leer sus últimos poemas y Miguel, que le conoce desde siempre, hará una presentación preciosa, seguro. En cualquier caso, disfruta. Un beso
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