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jueves, 4 de junio de 2015

Canyamel

En algún sitio he leído, o escuchado, una estupidez que me hizo sonreír: que los humanos poseemos un gen que nos obliga a viajar, e inmediatamente pensé que yo debo tener ese gen hipertrofiado. No será un gen, pero un cierto nomadismo sí que sufro; en cuanto puedo ideo cualquier excusa para salir de Madrid camino de cualquier parte, siempre dispuesto el equipaje para descubrir lugares nuevos. Me descorazona la certeza de que moriré sin conocer prácticamente nada del mundo en el que vivo, empezando por mi entorno más cercano.














Así que, animada por pasar unos días con unos familiares muy queridos, ver el mar y conocer la intervención de Barceló en la catedral de Palma de Mallorca, recalo en Canyamel, un enclave turístico en el noreste de la isla, una zona no excesivamente masificada. Aunque los alemanes han convertido esta preciosa isla en una extensión de su país, Canyamel sigue siendo un refugio familiar en verano, donde se reunen las mismas familias año tras años, y eso le confiere un ambiente entrañable que me encanta.













En mayo la playa está prácticamente desierta, a excepción de algún turista de piel púrpura indiferente al viento que amenaza con volar la techumbre de los chiringuitos. Las copas de los pinos se mecen, se riza el mar. Paseo por un camino escarpado que recorre la orilla. El color del Mediterráneo.








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