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martes, 1 de mayo de 2012

"El Diluvio" y la princesa Catalina de Radziwill


Ojeo fascinada varios ejemplares del periódico El Diluvio, editado en Barcelona a finales del XIX y principios del XX. Era este un diario dirigido por Manuel de Lasarte Rodríguez Cardoso, que había empezado en 1858 fundando el periódico El Telégrafo, diario republicano y federalista que saludó entusiasta la revolución liberal de 1868 y el advenimiento de la I República. De nuevo en la oposición, sufrió varios cierres judiciales que el editor capeaba cambiando la cabecera del periódico, que pasó a llamarse El Principado, La Imprenta, Crónica de Cataluña, La Crítica, El Látigo, El Teléfono y el Coliseo Barcelonés. En 1879 volvía a estar amenazado de cierre, siendo el fiscal responsable de la suspensión Mariano de la Cortina, por lo que la redacción decidió que fuera La Cortina la nueva cabecera. Cuando fue propuesta al funcionario correspondiente este se alarmó y rechazó el nombre afirmando que, de seguir adelante, el diluvio se armará, frase feliz que bautizó el nuevo proyecto. Un diario liberal, dirigido a las clases populares, anticlerical y antiaristocrático, que aprovechaba cualquier coyuntura para ridiculizar al clero y desprestigiar a la nobleza. El sábado 3 de mayo de 1902, Zacarías de Uceda firmaba la deliciosa crónica social que reproduzco:



















Calumniadora y estafadora


La crónica galante del gran mundo escribe en estos días sugestivas páginas. En los aristocráticos círculos de Londres, de París, de Berlín, de Viena, y sobre todo de Petersburgo, corre de boca en boca el cuadro final de una comedia divertida, la de la princesa rusa Catalina de Radziwill, que ha sido presa en las cárceles de Capetown.
Tiene mucho que contar la vida aventurera y caprichosa de esta mujer, cuya hermosura ha encadenado a muchos hombres y cuya manía de calumniar a producido grandes y numerosos disgustos.
Nació la princesa Catalina en Petersburgo, siendo sus padres el conde Adan Rzewuski, ayudante de campo del czar, y su segunda mujer Ana Dachvow, de ilustre y millonaria familia.
Fue bautizada en el rito ortodoxo, pero a los trece años se convirtió al catolicismo y luego, indistintamente y conforme se le fue antojando, ha sido ortodoxa, protestante, católica, cismática... cuanto hay que ser en este mundo.
Se casó en 1873, en Berlín, con el príncipe alemán Guillermo Radziwill, usando desde entonces este nombre.
Como era muy dominante y su pobre marido un alma de Dios, a los pocos días fue la princesa el ama y comenzó a ponerle en ridículo flicteando con cuantos jóvenes halló a la vista.
La familia del príncipe hubo de llamarla al orden; el genio altivo de Catalina se resintió hondamente, y desde aquel instante puso manos a su obra de calumniar, comenzando por escribir anónimos, a las mujeres imitando habilmente la letra de sus maridos, y a los maridos las de sus mujeres.
Tan ducha fue en este sistema pendolístico calumniador, que en pocos días se armó en varias familias un cisco formidable, dando origen a muchos divorcios y a graves disgustos.
Una amiga de la princesa logró enterarse bien del enredo y fue publicándolo casa por casa. La aristocracia entera se reveló contra Catalina y sus calumnias ruines, y entonces el príncipe Guillermo se divorció de su mujer y esta salió de Berlín poco menos que de cabeza.
La guerra anglo-boer estaba en su período álgido. Catalina, espíritu inquieto y cuerpo adorable y nervioso, tomó entonces amistad con el redactor de un periódico ruso, el Novoie-Vremia, y juntos los enamorados bohemios, princesa y periodista, embarcaron con rumbo a Transvaal.
Tenían el propósito de enviar crónicas de la guerra; pero el redactor, que por lo visto es un tenorio irresistible, logró enamorar a una archimillonaria de Rohedesia, y Catalina, por no ser menos, se fue a ver a Cecil Rhodes, y tras breve conferencia quedó instalada en el palacio del rico aventurero como reina absoluta de todo.
A los pocos meses, el diablillo calumniador volvió a retozar en el cerebro de Catalina. Y volvió la princesa a su avenate de indisponer matrimonios, escribiendo anónimos y falsificando, con incomparable habilidad, la letra de todo el mundo.
Vuelta a tirarse los trastos a la cabeza esposas y maridos; vuelta a averiguarse que la culpable era Catalina, y vuelta Catalina a ser echada del palacio por el propio Cecil Rhodes, que por enamorado que estuviera tuvo que desencantarse al saberlo.
Tenemos otra vez a la princesa golfeando por las calles de Capetown, pero siempre hermosa y siempre dispuesta al mal. Una noche entró en cierta joyería, se llevó buen puñado de alhajas y pagó con un recibo de mano de Cecil Rhodes, cuya firma sabido es que era sagrada en todo el país.
Por fin se averiguó que el recibo estaba falsificado, y la policía echó mano a la princesa, que a estas horas está en la cárcel como cualquier tomadora vulgar...




















Más arriba podéis ver a Catalina, y sobre estas líneas a los hombres a los que hace referencia la crónica: el príncipe Antón Guillermo Radziwill, a la izquierda; y el político, empresario y colonizador inglés Cecil Rhodes, a la derecha, del que tomó Rodesia su nombre, fundador de la compañía explotadora de diamantes De Beers. Cuando El Diluvio publica esta crónica ambos están muertos. Abajo, un retrato de la princesa realizado por Giovanni Boldini.


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