Suele ocurrir que la programación del Auditorio concentre un mayor número de conciertos a principios de año, ignoro el motivo, pero no es infrecuente una semana con tres y cuatro conciertos como la que acabo de vivir. Más que abrumarme, me encanta que esto suceda, porque me sumerjo en una burbuja de música que me anestesia de otros dolores. Luego, en casa, escucho una y otra vez los temas que escuché allí, o me hago una escapada a FNAC a la caza de una determinada versión de una pieza que no encuentro en mi discoteca.
La semana pasada se cerró con un broche de oro. La Filarmónica de Londres, con Vladimir Jurowski a la cabeza (con él inauguramos el primero de Octubre la presente temporada de Ibermúsica: no os lo conté entonces porque había dejado a Mi casa en stand by vacacional) nos ofreció un programa estupendo: el maravilloso preludio de Tristan e Isolda, de Wagner, una de esas piezas perfectas que nunca me cansaría de escuchar, una de las composiciones de amor más hermosas escritas jamás; y la Sinfonía núm. 6 de Chaikovski, la Patética, una sinfonía desgarradora, bellísima, que a mi siempre me rompe el corazón. Siento al compositor vislumbrar la muerte, le siento luchar por agarrarse a la vida; celebrar la alegría para, por fin, ser derrotado y morir. Chaikovski escribió su propio réquiem, un lamento desgarrador que siempre me trastorna. Demasiada belleza.
Olvidaba contaros que, en medio de ambas maravillas, la espléndida chelista Sol Gabetta interpretó como solista el Concierto para violonchelo y orquesta núm. 2 de Shostakovich que no conocía y en el que fui incapaz de entrar.
Os dejo con ella, en una versión maravillosa a cargo de la Royal Concertgebouw, con Mariss Jansons a la cabeza:
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