"De no haber sido demasiado extravagante, hubiera dejado esta
columna sin texto, con el título desnudo sobre la caja que la acompaña, en
blanco. Porque ya no nos quedan palabras a través de las cuales manifestar
nuestra perplejidad e indignación ante la proliferación de tantos casos de
corrupción, ante el espectáculo de una información política en la que cada día
nos desayunamos con nuevos asuntos de políticos que se valen o se han valido de
sus cargos para el beneficio económico propio o de su partido. Hasta ahora
siempre hemos tenido mucho cuidado en diferenciar nítidamente entre unos u otros
supuestos, entre los muchos que tienen una actitud ética y ejemplar y quienes
denigran a su profesión. Hemos procurado advertir de que las prácticas
desviadas eran la excepción y que determinados supuestos aislados no podían
proyectar una visión unívoca de la política, que el hartazgo y el descreimiento
general que se destilan ante todo lo político no podía, no debía, contaminar la
legitimidad del sistema democrático como un todo. Pero ya apenas sabemos cómo
hacerlo. Hemos entrado en una fase en la que, en efecto, es tan grande el
desánimo que sobran las palabras, que estas se nos antojan huecas y vacías de
tanto ser reiteradas. Estamos, como diría Sandor Marai, en uno de esos momentos
en los que “las palabras se han vuelto inútiles, como los monumentos... se han
convertido en ruido... su sonido se ha distorsionado, como cuando las gritan a
través de un altavoz”.
Sí, no es el momento de las palabras, es el momento de la
acción. Este país requiere una catarsis ética. Tanto o más que salir de la
crisis económica. Precisa poder volver a confiar en aquellos que nos
representan y que se erigen en portavoces de los intereses de todos. El
problema es que aquellos destinados a llevarlo a la práctica han consumido el
crédito del que hasta ahora gozaban, y una nueva clase política no se
improvisa. Desaparecida la confianza, el más valioso de los intangibles en la
política democrática, el sistema aparece desnudo y escindido entre unos
dirigentes sin alma y una ciudadanía sin esperanza. El paisaje se nos antoja
desértico y sin ningún oasis a la vista. Y bajo estas condiciones de poco sirve
esperar que la redención venga por la vía de la recuperación económica. No, el
problema es estructural, ya no se arregla con medidas cosméticas.
La crisis ha tenido el efecto de haber desenmascarado todo
un conjunto de prácticas y componendas entre determinadas élites que bajo otras
condiciones quizá hubieran pasado desapercibidas. Ha vuelto a poner en el
centro del debate político el paradigma de la redistribución, la cuestión de
quién se queda con qué parte de los recursos sociales, la justicia
distributiva. Ha provocado una nueva re-politización de la desigualdad, algo
inevitable en momentos de escasez y en los que los más menesterosos están
cargando también con los mayores sacrificios. Una de sus consecuencias más
inmediatas ha sido la toma de conciencia del dispendio de dinero público, su
uso abusivo para satisfacer a clientelas electorales. A eso lo podemos
calificar como gestión imprudente e interesada, aunque en sí misma no fuera la
expresión de prácticas corruptas. Pero ahora sabemos también, si es que alguna
vez lo ignoramos, que ha habido otra utilización de posiciones de poder y
autoridad, con clara transgresión de la ética pública más elemental. Muchas
veces asociada, además, a esa disposición tan libérrima de los recursos de
todos.
Lo que comenzó en perplejidad acabó en indignación para
desembocar después en una situación próxima al nihilismo político. Y la gran
cuestión que se abre es cómo se va a encauzar este descontento, el indudable
malestar provocado por la sucesión de escándalos que están salpicando la
política española. Volvemos a la pregunta de antes. ¿Ahora qué? ¿Cómo se sale
de una crisis moral e institucional que pone en cuestión los fundamentos mismos
sobre los que se sustenta el sistema democrático? En sus Discorsi, el viejo
Maquiavelo creía tener una respuesta para estos supuestos de “crisis de la
república”: emprender su rinovazione mediante la búsqueda de un nuevo comienzo.
En el lenguaje más vulgar de nuestros días, hablaríamos de resetear la
democracia, de arrancar de nuevo el motor que le dio origen y aplicar las
reformas necesarias dirigidas a evitar su corrupción definitiva. Para ello,
siempre según el autor florentino, debería volverse al espíritu y las virtudes
que permitieron hacerla durar, y restablecer los consensos sobre los que se
erigió. Sin nostalgias, pero sí con la firme convicción de que es una tarea de
todos y para todos. O sea, un nuevo pacto constitucional."
Fernando Vallespín, diario El País, 18 de enero de 2013
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