Recorremos miles de kilómetros para comprobar que el agua
sabe a agua; nos embarcamos en viajes a las antípodas de las antípodas sólo
para encontrar un oriente al oriente del oriente. Vivir con sosiego e
intensidad, he ahí la definición exacta de la insatisfacción; buscamos lo que
no se puede encontrar –una tarde que dure la vida entera– y en el laberinto del
fin de semana encontramos muchas veces motivos para la decepción. Y sin embargo
un partido de fútbol, una sonata de Bach, un paseo por el Muro de San Lorenzo
con la perspectiva de encontrar una voz amiga son momentos que equilibran el
mundo. A veces basta sólo con una canción de Tom Waits. El tiempo –el tiempo de
la duración, el tiempo de la intensidad—es discontinuo: sólo sucede el presente
a veces. Fundamentalmente somos pasado: recuerdos, experiencia vivida y
arrepentimientos; fundamentalmente somos futuro: cálculos, presentimientos y
temores. Entre el temor y el temblor a veces el presente sucede y esa canción de
Tom Waits es una raíz que ata al árbol del alma a la tierra fértil del sueño.
Sólo se puede soñar en tiempo presente.
Pongamos que una noche de invierno un viajero llega, sin
saber muy bien cómo, a la Taberna de Alvarín, en la villa de Grau, y allí se
queda unas horas. No le interesa mucho el fútbol pero se deja contagiar por el
entusiasmo de la clientela que aplaude, frente a un espléndido Real Madrid, la
destreza inteligente del Barça. Pongamos que bebe, en silencio, lentos sorbos
de cerveza y descubre, para su sorpresa, el sabor verdadero del pan del día que
no pasa. Pongamos que piensa que el mundo está bien hecho, que ha llegado por
fin a su destino y sueña con quedarse para siempre. Suena premonitoria una
canción de Tom Waits. Descifra su estribillo y encuentra en él otra definición
del amor: «You turn kings into beggars / and beggars into kings»; sólo amamos a
aquellas personas que son capaces de transformar a los reyes en mendigos y a
los mendigos en reyes. Sólo amamos a aquellos que nos transforman, buenos y
generosos, en reyes de su vida. Ésa es la única verdad.
Mas pongamos por caso que el viajero que había llegado una
noche de invierno a la Taberna de Alvarín en la villa de Grau tiene como es
natural que volver a su circunstancia. Le esperaban muchas cosas buenas y
esenciales: casa y familia sobre todo, obligaciones emocionales y laborales,
también pequeños detalles nimios que, en realidad, echaba de menos. No somos
más que un débil saco de sangre y huesos, y un alfiler, verdad, puede matarnos.
El viajero se fue, contento por haber sido entero un momento y olvidó, como
todo se olvida con el tiempo, su vocación de eternidad en el instante, su
capacidad de ver sobre los muros burocráticos de la realidad la luz de la
revelación del presente. Años después, una tarde entre muchas tardes, decidirá
volver y no encontrará en Grau la taberna de Alvarín. Ve que van a remozar el
edificio, convertido su fachada en andamios que proponen una radiografía
exterior y extravagante, ve que su presente guardado en el recuerdo es sólo
ruina. El corazón de la ciudad, lo dijo Baudelaire, cambia más que el corazón
de sus habitantes. Miguel Rojo, recuerdo, me contó hace años que estaba
escribiendo una novela sobre una calle en París. No sé si la llegó a escribir.
Su tema, pensé entonces, era la tentativa humana de llegar al presente y en mi
memoria imaginativa, esperándola, la he leído muchas veces.
Ojalá mis lectores, este domingo, no tengan ni pasado ni
futuro: sólo presente intenso. No han sido ni serán: simplemente son. Sin miedo
a nada, asturianos o lo que quieran al fin, sin miedo al peso de su estirpe ni
a temores de futuro. Repitan, si les parece, conmigo palabras esenciales:
–Cosiquina, besín, neñu, prestosu, mareona, tierra –la única
sustancia de presente que huye, la lengua olvidada.
Este relato se publicó el 16 de febrero en el diario El Comercio, de Gijón
"Soy de la tierra de Xuan Bello y, por un azar inexplicable, he dado con este rincón en donde se habla de Sintra, de callejuelas abrumadas por tapias altísimas, de parajes boscosos y umbríos, de villas señoriales, de azulejos..." Esto escribía yo va para un año, para ser exacto se cumple el próximo día 22.
ResponderEliminarHacía aquella mañana marejada en San Lorenzo, en el cielo navegaba una estera de cirrocúmulos y yo estaba sosegado. Hoy ha amanecido despejado, hay oleaje en la mar y viento fresquito del Este. Luna llena. Dicen que Alonso ha terminado quinto en Australia...
Muchas cosas me han pasado en este año pero no me queda la nostalgia. Esperanza, poca.
Sí, habremos de vivir en el presente continuo: I'm loving.
Qué suerte tuve, querido!!!! Desde entonces hemos disfrutado no sabes cuánto de tus comentarios y te has hecho imprescindible en mi casa, que es la tuya. Así que sigue con nosotros, por favor. Un millón de besos
EliminarFue un día del azul septiembre cuando
ResponderEliminarbajo la sombra de un ciruelo joven
tuve a mi pálido amor entre los brazos,
como se tiene a un sueño calmo y dulce.
Y en el hermoso cielo de verano,
sobre nosotros, contemplé una nube.
Era una nube altísima, muy blanca.
Cuando volví a mirarla ya no estaba.
Pasaron, desde entonces, muchas lunas
navegando despacio por el cielo.
A los ciruelos les llegó la tala.
Me preguntas: «¿Qué fue de aquel amor? »
Debo decirte que ya no lo recuerdo;
y, sin embargo, entiendo lo que dices.
Pero ya no me acuerdo de su cara
y sé que un día la besé.
Y hasta el beso lo habría olvidado
de no haber sido por aquella nube.
No la he olvidado. No la olvidaré:
Era muy blanca y alta, y descendía.
Acaso aún florezcan los ciruelos
y mi amor tenga ahora siete hijos.
Pero la nube sólo floreció un instante:
Cuando volví a mirar, ya se había hecho viento.
"Ya no estaba", de Bertold Brecht.
"El tiempo, el implacable...." Mi querido Apollinaire, te echaba de menos.
Eliminar...y la fugacidad de las cosas importantes.
ResponderEliminarAh, esa sensación de pérdida!!! Pero siempre regresa la primavera. Un beso
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