A la vuelta de mi viaje a Sintra, del que seguiré hablándoos los próximos días, retomo mis rutinas intentando disfrutar de esta incipiente primavera y de los destellos de felicidad que las pequeñas cosas nos ofrecen gratis, sacudiéndome la nostalgia que Portugal, con su dulzura, siempre me produce. Una mañana cualquiera, el sol jugando al escondite entre enormes cúmulos, tomo mi segundo café con prensa mientras un grupo de músicos callejeros nos acompaña con boleros y cumbias. Frente a mi, una familia con la que coincido todos los fines de semana en esta misma terraza, y de la que creo haberos hablado en alguna otra ocasión. Un matrimonio mayor, él famoso dibujante de cómics, acompañados de su hija. Entre semana a veces coincido con él, entonces con una cuidadora. He sido testigo de cómo se ha ido deteriorando la salud de ambos, él ya en una silla de ruedas, casi imposibilitado; ella en un proceso creciente de demencia. Cuando arranca la música se levanta, se acerca a los interpretes y comienza a bailar ante ellos, feliz como una niña, mientras su hija acerca la taza de café a los labios del padre y le limpia con mimo la boca.
Después de hacer la compra el sol me invita a sentarme en un banco de la plaza y me dispongo a terminar de leer el periódico cuando un hombre mayor, con aspecto de mendigo, se me acerca y me pide permiso para sentarse a mi lado y dar de comer a las palomas. Antes de acabar la frase ya nos vemos rodeados por ellas, imagino que expectantes ante la llegada de su benefactor. Pero una chica joven, que toma el sol con los brazos y las piernas al aire, le invita con gesto de pocos amigos a alejarse y llevarse consigo a las palomas, cosa que hace refunfuñando y mentando a Bárcenas y Urdangarín, con quienes por algún motivo asocia a la joven. Efectivamente, se sienta en un banco próximo, saca migas de pan de una bolsa y las palomas inician su festín. Al cabo de un rato se levanta, se hace la señal de la cruz al pasar frente a mi y dedica una mirada de desprecio a la chica, que habla por teléfono ajena a su presencia.
Me distraen de la lectura los gritos y amenazas que un hombre profiere a otro no muy lejos de mí, tras el seto que me separa del parque infantil. El receptor de los insultos está sentado en un banco y se mantiene en silencio, mirando al energúmeno fijamente. Los gritos se mezclan con el llanto angustioso de un niño, el hijo del ser vociferante, que subido a una bici tira a su padre de la chaqueta suplicándole alejarse de allí. No sé qué ha podido ocurrir, pero me sobrecoge la angustia del pequeño, aterrado por la violencia de su padre. Solloza, implora, y por fin consigue que este abandone su presa, aunque, mientras se aleja, siga profiriendo insultos y amenazas. El objeto de su ira continúa imperturbable. Nadie consuela al niño, cuyo llanto se va perdiendo en la distancia.
Tristes tiempos estos -¿verdad, Sol?- en los que está penado dar de comer a las palomas. He leído un bando municipal en el que regañaban a los viejos que daban de comer a las palomas. A las palomas. Decían que las palomas eran ratas aladas, capaces de inocular morbos y fiebres peligrosas. Peligrosas las palomas.
ResponderEliminarNos quieren privar hasta de los iconos primordiales: paz, palomas, dar de comer a una criatura alada de propia mano, las palomas mensajeras, la paloma confiada que se atreve a picotear un piñón que llevamos entre los dientes. Habremos de mirar con prevención a las palomas. Eso quieren.
Acababa de escribir unas líneas a un amigo. Recordaba en ellas el suicido (hace muchos años) de un autor que nos es muy querido: Stefan Zweig. Y leo tus reflexiones al hilo de unos viejos que malviven sus último años en una penosa espiral que desciende hacia la muerte. Y cito a Zweig, como un ejemplo de quien, cuando la vida se le hace insoportable, decide cortar por lo sano y ahorrarse un sufrimiento aniquilante. Stefan Zweig murió en un cuarto de hotel de Petrópolis. Murió abrazado a la mujer que quería. No fue una mala muerte... si es que importa algo el cómo.
Tristes tiempos, sí. Pero hemos superado momentos peores, verdad? Sursum corda, Federico. Disfrutemos de cada minuto. Como decía Benedetti, defendamos la alegría. Un abrazo
EliminarLa cotidianidad de lo cotidiano, guarda una belleza especial cuando la leo en tus palabras. Todo lo que narras pasa a diario sin que nadie repare en ello. Desgraciadamente, lo inusual se ha vuelto habitual a los ojos de la mayoría. Te invito a visitar mi blog, dónde tengo la suerte de contar algunos seguidores que escriben tambien maravillosamente.http://muyclara.blogspot.com.es/
ResponderEliminarFantástico relato-reflexión
Un abrazo Sol
Vivimos tan absortos que no solemos reparar en lo que nos rodea, verdad? Gracias por tus palabras, clara, y un abrazo muy fuerte
Eliminar