Acabo de llegar del Sant Jordi de Barcelona, que es como la
Ascensión de Oviedo pero con libros en vez de ganado. La Ascensión es una feria
hermosa, la de Sant Jordi es algo increíble. Ya sé que entre vender libros o
ganado no media nada, sólo es mercado, pero quien vende libros, y eran
innumerables los puestos, trafica con algo esencial: el futuro de la sociedad;
y es hermoso ver cómo en el Día del Libro miles de personas se echan a la calle
buscando una rosa (esa es la costumbre) y un libro o varios libros que les
ayuden en la vida. Como yo vendía uno, que me han traducido al catalán, hube de
meditar en la razón por la que lo había escrito. Es más fácil crear abismos que
construir puentes que salven los abismos. La realidad se encarga de lo primero;
la literatura, de lo segundo. Lo tuve muy en cuenta a la hora de escribir
sabiendo que sangraba dolorida el alma mía. Para salvarme anduve unos días un
poco triste reflexionando sobre mi felicidad, que era paradójicamente mucha, y
la felicidad y las tristezas de antaño. ¿Podría yo elaborar un catálogo de
cosas felices? Había años, además, que yo le daba vueltas a ese poema. Si, como
quiere Bergson, una sucesión de imágenes contrapuestas, conducidas por un único
objetivo moral, llevan inexorablemente hacia un sentimiento de duración y de
verdad, de sentimiento que anula un momento el tiempo, ¿no sería posible
trasladar los momentos felices de nuestra vida a una página y que en ella
quedase atrapada la esencia de nuestro contento? Sí, ya lo se que esto se ha
hecho muchísimas veces. ¿Pero sería yo capaz de hacerlo? ¿Cómo hablar de las
cosas felices sin que se destile, en ese sentimiento consecuente de duración,
una delicada tristeza?
Los momentos más felices de mi vida tienen un absurdo
denominador común: yo no sabía en ninguno de esos momentos que era feliz. Le
pasa me parece a todo el mundo. Hay muchos momentos, además, en los que he sido
feliz e infeliz al mismo tiempo, no porque me gustase complicarme la vida, sino
porque la vida viene a veces así: uno descubre en la sebe del último verano las
primeras moras al tiempo que descubre el significado exacto de la palabra
espina; quise sin embargo intentarlo, llegué a casa, y sobre la blanca página
escribí la palabra inconsciencia.
Éramos felices cuando éramos inconscientes. Eso parece
verdad: la conciencia anula la felicidad, o por lo menos eso pensaba Marcuse. A
mí la inconsciencia me lleva a otra palabra, incandescencia, y la
incandescencia me trae siempre a la memoria la nieve; a lo mejor es porque
dentro de lo incandescente anda bullendo el apelativo cándido, el color de la
nieve, o a lo mejor porque nunca he visto nada más encendido que la nieve sobre
las manos tiritantes del mundo. Lo recuerdo perfectamente. Mi abuela Lena
entraba por la puerta de casa, en Paniceiros, y ante la puerta de la cocina
dijo abrigándose:
—¡Ninos, ta faloupando!
Afuera el mundo era blanco como una tierra sin edad. La
etimología del asturiano «faloupu» o «falampu», copo de nieve, revela al
parecer uno de esos germanismos raros en asturiano; en la lengua de los suevos
significaba ‘chispa’ y supongo que tan faloupu era la chispa que hacía saltar
el herrero en el yunque como la que caía, helada y constelada, sobre la mano
abierta y generosa del mi valle nativo. La incandescencia de la felicidad tiene
mucho que ver con estar a salvo, bien abrigado de la intemperie: afuera llueve,
pero aquí dentro de mi corazón está construyéndose una casa que nada ni nadie
puede derribar. Miro por las ventanas de la memoria: esos lobos de mi infancia,
aquellos que se presentían tras las primeras nieves, son heraldos de la
felicidad.
Después de escribir la palabra inconsciencia escribí la
palabra vértigo, sin saber muy bien por qué. Para no perderme anoté: siempre
que alguien se asoma a un paisaje donde se reconoce siente vértigo de ser. Me
acordé de Coimbra, en aquel anochecer de 1984 cuando subí a los tejados de la
Universidad: el Mondego abrazaba, como el amador transformado en amada, el
silencio de la complicidad; me acordé de Roma, desde el Gianiculo, y aquella conversación
con un amigo junto a la Porta de San Pancrazio; me acordé de la bahía de
Xlendi, en Malta. Siempre se siente vértigo cuando se ve lo que en verdad uno
es: la vida, entonces, sabe a destino.
Escribí, por último, la palabra destino, y quise poner en
práctica la teoría: inconsciencia, vértigo, destino. ¿Sería ésa la fórmula de
la felicidad? Abrí la ventana: no había nevado, pero el viento había sacudido
las flores del cerezo cubriendo la antojana de pétalos blancos. Incandescentes,
una a una, las palabras fueron cayendo sobre la página: «La inconsciencia que
cualquiera manifiesta hacia su destino de alguna manera evita el vértigo de lo
vivido y por venir. Ser feliz no es olvidar un momento que somos capaces de
herir o de ser heridos, pero se parece bastante».
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