Al principio, Almudena no lo entendió.
Es una locura, le dijo, un disparate, un sacrificio
desproporcionado, tú eres un privilegiado, tenemos una vida buena, tranquila,
la literatura, la universidad… Luis escuchó en silencio. Después, contraatacó
con palabras antiguas, calientes, argumentos de poeta, desde la doble trinchera
de la razón y del corazón. Esas palabras también pertenecían a Almudena, pero
no resultaron tan contundentes, tan eficaces, como la luz que brillaba en los
ojos de su marido. Porque, desde el primer momento, ella supo que él iba a
decir que sí.
De perdidos, al río, se dijo Almudena entonces. Si lo va a
hacer, lo haremos juntos, y lo haremos bien, y llegaremos hasta el final. Pero
en aquel momento ella no sabía toda la verdad. Qué valiente es Luis, le decía
la gente, y qué insensato, a quién se le ocurre subirse en un barco del que
todas las ratas están escapando ya… Pero esa gente tampoco sabía toda la
verdad.
La verdad es sencilla y complicada a la vez, como las buenas
historias, y conviene dejar que la cuenten los protagonistas. Almudena ha
dejado su casa en la ciudad, su vida buena, tranquila, y se ha mudado a vivir
al fuerte. Es un recinto viejo, noble, levantado piedra sobre piedra con el
sudor y la implacable determinación de nuestros antepasados. También con sus
errores, la amarga herencia que desató la corrosión antes de tiempo. Los muros
resisten de milagro, pero sus cimientos son muy hondos, porque están anclados
en el destino mismo de la humanidad, en el sufrimiento de quienes no tienen
nada, en la desventaja de quienes nacen sabiendo que no son nadie, en la
injusticia de un sistema que ha decretado que los seres humanos nunca podrán
ser iguales.
Por eso merece la pena defender el fuerte. Cada mañana, sus
ocupantes levantan la bandera y suben a la torre más alta para contemplar el
paisaje hostil, erizado de peligros, que amenaza su supervivencia. Allí, en una
mezcolanza imposible, que desafía a todos los géneros conocidos, acechan los
bárbaros, los salvajes, los hombres del rey, los recaudadores de impuestos, los
apaches, los cherokees, las tropas del imperio y los villanos de Gotham City.
En el subsuelo de la fortaleza, los renegados cavan túneles, pactan
porcentajes, se reparten de antemano el botín que resultaría de una rendición
que llegó a parecer irremediable. Todos ellos codician por igual el pañuelo de
tierra que ocupan sus muros, unos pocos metros cuadrados cuya existencia
compromete las estadísticas, hace fracasar los cálculos y complica el reparto
del poder. Esa es toda la verdad, la que Luis sabía cuando dijo que sí.
Almudena sabe ahora que merecía la pena, porque el fuerte resistirá. El fuerte
no se rendirá.
Él sigue hablando, pronunciando palabras hermosas, antiguas,
calientes, con la serenidad de quien apela a la conciencia y no al miedo, al
corazón y no a los monederos de la gente. Almudena le mira, y le admira.
Después de tantos años durmiendo en la misma cama, le asombra de pronto su
fortaleza, la entereza de un hombre tan convencido de su razón como un político
de otra época, cuando las palabras tenían peso, aroma y sabor, cuando las
banderas no eran un trapo, ni las ideas una prótesis de quita y pon, que había
que enseñar o esconder según conviniera.
A veces, Almudena mira a su alrededor y se pregunta si Luis
y ella no se habrán vuelto locos. Pero remar a contracorriente es un ejercicio
saludable para el cuerpo, que tonifica el espíritu y fortifica el pensamiento.
Remando a contracorriente, contra toda lógica, todo pronóstico, se erigieron
los muros de este fuerte que aún resiste. Algunas luchas son más dulces que
cualquier victoria. Algunos caminos importan más que el triunfo de llegar
primero a la meta. Esos son los esfuerzos necesarios. Ninguna hazaña es tan
digna, tan esencialmente humana, como la voluntad de sobrevivir.
En los últimos días, Almudena ha pensado muchas veces si es
justo, honesto, publicar este artículo. Al cabo ha decidido hacerlo, porque
otros candidatos a la presidencia de la Comunidad de Madrid se presentan con
grandes apoyos públicos y privados. El capital con el que cuenta Luis García
Montero, candidato de Izquierda Unida, es lo que dicen sus palabras. También la
fe, la ilusión de muchos madrileños que ya habían renunciado a tener fe, a
albergar ilusiones.
Detrás de Luis está el amor, la complicidad y la admiración
de su mujer, que firma con orgullo estas líneas.
Almudena Grandes, El País Semanal, 17 de mayo de 2015
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