La distancia a veces embellece las cosas. Miro por mi
ventana y veo un pequeño huerto, junto a unos fresnos que darán sombra si así
lo precisa el hortelano. Se trata de un huerto sembrado de estrellas, es lo que
yo veo con total claridad. Parpadean, refulgen, aparecen y desaparecen
armónicamente. Veo al hortelano caminar junto a la tierra de labor. Se agacha y
tal vez arranque alguna mala hierba. Me pregunto qué malas hierbas ahogarán el
nacimiento de una estrella. Lo hace para bien, compruebo con una mirada, pues
el campo de destellos fulgura. Pienso si el hortelano será como aquel labriego
que contaba Sánchez Ferlosio, que un día se puso a labrar y se durmió. Los
bueyes siguieron tirando de la tiva, del arado, y se salieron del campo.
Siguieron y siguieron trazando un único surco hasta llegar al mar de Portugal
pues el buen hombre, que estaba cansado de muchas labranzas, no se despertaba.
Cuando llegaron al mar los bueyes, que serían como aquellos que se comieron los
tripulantes del azar para espanto de Odiseo, quisieron seguir camino hacia lo
imposible pero una ola fresca, que le salpicó la cara, despertó al durmiente.
Bostezó, vendió los bueyes y el arado, y siguiendo el curso del surco volvió a
su casa.
Bien sé que el campo que veo desde mi ventana no es de
estrellas aunque lo parezca. Son humildes cedés plateados, nueva basura vieja
de nuestro tiempo, donde espejea el sol para espantar a los pájaros. La
realidad vista de cerca, a veces, da miedo por su descarnado sentido de la
utilidad. Recuerdo a una buena médica, una expertísima oncóloga, que al mirar
las ramificaciones del tumor que mi pobre padre padecía, se le escapó:
–¡Qué bonito!
Lo miraba desde lejos, como yo miro mi campo de estrellas, y
podía admirarse, como quien ve un cuadro abstracto, de las sombras, manchas y
luces que dispone la muerte lenta del tiempo. Nos ha pasado a todos: ¿recuerdan
aquellas imágenes de la primera guerra de Irak convenientemente televisadas?
Qué bonito Bagdad en llamas, qué armonía única la de la destrucción. Después vinieron
las otras imágenes, las de los muertos y heridos, y después aún por si fuera
poco otra segunda guerra y un pueblo masacrado.
Sin embargo acercarse a las cosas, no quedarse en lo somero
y superficial, merece la pena. Nos marean a impuestos y a hambres para que nos
quedemos a distancia, a una distancia prudente, de la realidad. Es lo que le
pide el señor al siervo, que sea prudente e interesado, que es una manera
educada de decirle que sea cobarde y codicioso. Una sociedad cobarde y
codiciosa levantará pirámides y murallas, pero nunca escuelas y hospitales. El
razonamiento perverso es este: si espejea el vertedero de nuestros sueños, ¿qué
importa que la putrefacción nos carcoma?
Acercarse a la realidad tiene sus problemas, en efecto.
Tanto puede descubrirse el espanto como la maravilla y, además, la duda y la
torpeza acompaña tantas veces nuestras acciones. Pero aunque hayamos visto
nuestra historia reciente como un pudridero de ideas o un paridero de hienas,
no por eso nuestra responsabilidad se atenúa. Votar libremente, sin coacción
alguna, fue un derecho que nuestra sociedad tardó siglos en conquistar. Votar
en conciencia es una fiesta de la inteligencia, de la cordura; recordar que la
democracia no sólo sucede un día cada cuatro años, también.
Ahora es el momento de ver si eran espejos baratos o
estrellas. Usted decide.
Como escribe de bien!
ResponderEliminarMaravillosamente, sí. Un beso, hermana
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