La vida es el río que va a dar al mar, por supuesto, y
también está claro que nunca nos bañaremos dos veces en la misma corriente,
según dijo Heráclito, pero uno puede sentarse en la ribera entre las flores de
esta incipiente primavera y contemplar cómo fluye el agua, que no es sino la
propia memoria limpia o turbia. Existe el placer de remontar el cauce hasta
llegar al manantial donde uno se bañaba de niño, aquellas risas, aquellos
gritos, y recordar también los felices y turbulentos días de la adolescencia
cuando era todavía agua plateada de alta montaña, tan fría e incontaminada la
que llegaba a la cascada. Bajo la espesura de los sauces había plácidos
remansos, que a veces un rayo de sol hería hasta el fondo de la madre y allí de
joven la vanidad del cuerpo se fundía con el verde del agua desnuda. Pero hubo
en momento en que la vida dejó de deslizarse suavemente sin peligro río abajo y
en las riberas aparecieron los primeros cocodrilos. Recuerdas muy bien cuándo
fue y quiénes eran esos enemigos. Después aún tuviste que atravesar un banco de
pirañas antes de llegar a este prado de primavera donde ahora estás sentado
contemplando cómo pasa el agua. El río tiene una doble corriente, una
superficial y otra profunda, como sucede también en la vida. Este suave airecillo
de marzo va a producir muy pronto un violento deshielo, y con la crecida por la
superficie verás pasar junto con animales muertos, árboles arrancados de cuajo
y enseres inútiles, todo lo que en ti fue vano y estúpido. En cambio, por el
fondo del cauce a ciegas con el légamo fluirán hacia la muerte, hacia el mar,
el esfuerzo que hiciste para no ceder al fracaso, los amores y sueños que hayas
tenido, toda la belleza que pudiste obtener como un regalo en tu paso por la
tierra. Pero nunca habrá que morir mientras en esta orilla sea primavera.
Manuel Vicent, diario El País, 1 de marzo de 2015
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