"Y entonces, porque yo estaba triste, el sábado pasado me
llevaste a ese parque, tan cerca de casa, tan lejos del mundo, y caminamos por
el sendero de tierra, entre las cañas de bambú, respirando el aire fino y
caliente en el día desierto, y me contaste que habías estado allí un tiempo
atrás, tomando unas fotos, y que te habías topado con un tipo rarísimo que
tocaba la guitarra detrás de un arbusto —como un desconsolado, como un perro
frenético—, y lo imitaste a gritos y yo me reí (recordando aquella vez, hace
años, cuando éramos casi unos desconocidos y, en un bar de una isla colombiana,
mientras sonaba Bob Marley, vos, hasta entonces silente y discreto, empezaste a
cruzar la pista de una punta a la otra, con unos ridículos pasitos a la Fred
Astaire, simulando que te ponías y te sacabas un sombrero, y yo te miraba con
asombro y felicidad, como quien descubre un tesoro recién hecho), y cuando
llegamos a un recodo del camino me señalaste una hiedra y me dijiste “Ponete
ahí”, y bajo ese sol de ámbar empezaste a tomarme algunas fotos. Todo olía a
eucaliptus y a tierra, y sonó la campana que anunciaba el paso de un tren, y la
tarde, dentro de mí, se hizo trizas en miles de fragmentos de sangre y hueso y
hielo, y vos te acercaste, me quitaste un mechón de la cara, me dijiste “Tan
linda”, y yo te miré desconcertada, como un animal encandilado y alerta —¿qué
habías visto, qué habías visto?—, y me preguntaste “¿Mejor?”, y yo te dije
“Sí”. Y me sentí un monstruo, un animal, un ser lleno de secretos y pájaros
oscuros. Porque no era verdad. Porque, a pesar del paseo y las fotos —y el
mechón de pelo y tu intento de salvarme de todas las cosas— no era verdad.
Porque la gente no salva a la gente: la gente se salva sola. Y no supe si vos
lo sabías."
Leila Guerriero, diario El País, 4 de marzo de 2015
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