Convencida de que, si Mortier no había entendido El Público, menos la entendería yo, me dirigí al Real dispuesta a sentir, más que a comprender, abierta sin prejuicio alguno a todas las sensaciones que el escenario me transmitiera. Y lo que encontré fue un espectáculo maravilloso. Sentí la belleza del mundo lorquiano, y su angustia, su asfixia, su desgarro. Sentí el dolor de su desamor y su soledad. Su rebeldía.
La música, enhebrada a los sones flamencos, a la guitarra de Cañizares y las voces de Arcángel y Jesús Méndez, hermosísima. Soleás, seguiriyas, bulerías, tangos. La danza de los caballos; esa mezcla de elegancia y extravagancia, el travestismo, la máscara. La magia de Lorca. La puesta en escena me entusiasmó. Y los cantantes estuvieron espléndidos. Era la primera vez que veía a Heras-Casado al frente de la orquesta, y me enamoró.
Una tarde de enorme disfrute que solo se vio empañada por la actitud irrespetuosa de buena parte del público del patio de butacas, que se levantó y se fue cuando los cantantes aún saludaban en el escenario. Y me pregunto, sabiendo que tipo de espectáculo se iba a representar, ¿por qué no se quedan en casa?
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