"Todos los recién nacidos crecen en un mundo que se acaba de crear
para ellos, un abigarrado paraíso sin serpiente. En cuanto tienen un
mínimo uso de razón descubren cosas, asuntos y personas que son tan
nuevos como ellos mismos, descubren reflejos en los muros, figuras que
se parecen como dos gotas de agua, secuencias de efectos, el día y la
noche. El mundo es siempre un mundo de estreno para los recién llegados.
Cuando descubren que hay tal cosa como un pasado, que el mundo no ha
sido siempre así sino que el mundo varía, cambia y se transforma, ya es
demasiado tarde. En cuanto el adulto se percata de que hubo, años atrás,
un tiempo pasado, inevitablemente le parece haber perdido algo porque
descubrir el pasado es comenzar a ver el presente como un envejecimiento
del mundo anterior. Aunque parezca paradójico, desde el punto de vista
del adulto el hoy es más viejo que el ayer. De pronto el presente deja
de ser fresco y vigoroso porque tiene ya los caracteres de lo que viene
de muy atrás. No es que “cualquiera tiempo pasado fue mejor”, como
escribía con tanta melancolía Jorge Manrique, es que en cuanto
concebimos un mundo en tiempo pasado ya hemos cubierto de ceniza el
tiempo presente, le hemos marcado arrugas y cicatrices.
Este proceso es fatal e incontrovertible. Vivir es ir produciendo
pasado y sin él la vida sería imposible porque carecería de sentido, nos
volveríamos locos. Es más, sólo los locos pueden vivir en el puro
ahora. Gracias a la invención del pasado logramos hacer llevadero el
dolor y la decadencia del presente de un modo continuado que comienza
mucho más temprano de lo que parece. En compensación, el gozo, el
deleite, la fruición suspenden el presente y el pasado, los reúnen en un
instante único sin sucesión.
(...)
Estamos condenados a amar lo que ya ha sido, lo que fue, simplemente
porque ya no es. Todo lo que ya no es tiene el carácter fijo,
inalterable, profundo e inquietante de las obras de arte, porque las
obras de arte, hasta hace pocas décadas, eran puro pasado cristalizado.
Yo he visto llegar las barcas de pesca, al atardecer, a la playa de
Vilasar, cargadas hasta la borda. Una vez encalladas en la rompiente,
los marineros las empujaban arenas arriba sobre largas vigas engrasadas.
Nunca podré arrancarme de la memoria el crepúsculo marino, los peces
vivos saltando sobre las cestas de anea, los pescadores descalzos
empujando las embarcaciones y cantando rítmicamente para ir todos a una.
Esa escena no volverá a existir nunca jamás. Es la imagen detenida de
un mundo que entonces era nuevo para quien lo vio y ahora es tan lejano
que parece no haber existido jamás, como un paisaje de Poussin.
Pero mi padre no acudía al desembarco de los pescadores porque para él
carecía de novedad. Por el contrario, recordaba, y así nos lo contaba,
cuando de niño se bañaba en esas mismas aguas y los peces que ahora
había que ir a buscar en alta mar los tenía él al alcance de la mano en
unas aguas transparentes habitadas por miles de seres plateados que ni
siquiera huían del bañista. Nosotros (decía), los niños nuevos, ya no
habíamos conocido el mar prístino y salvaje de cuando él era niño. Cada
generación ha conocido un mundo más puro que el de la siguiente
generación. Y sin embargo el mundo es siempre igualmente puro para el
recién nacido, porque la pureza del mundo es el recuerdo."
Os ofrezco un fragmento de un espléndido artículo, firmado por Félix de Azúa y publicado por el diario El País el 19 de agosto de 2012.
Precioso texto. Esto se merece una charla filosófica. La gente debería de hablar más de estos temas y no de los problemas de un futbolistas(pero que vamos hacer).
ResponderEliminar