En vez de continuar por el camino asfaltado opto por atravesar el Parque da Liberdade, el antiguo jardín del Palacio Valenças, hoy propiedad municipal, convertido en parque público. Un jardín muy hermoso, casi salvaje, que cae por la ladera de la sierra hasta alcanzar el pueblo, donde se levanta el palacio y la entrada principal.
El camino desciende vertiginosamente, salpicado de pequeñas construcciones de uso público que rompen el encanto y logran irritarme. ¿No es posible reutilizar estos espacios sin destruir su espíritu? Intento hacer abstracción de los detalles vulgares y recobrar su romanticismo primigenio. Entre los árboles se vislumbra el Palacio Real, alrededor del cual la aristocracia de la época construyó sus quintas veraniegas.
El agua encharca los rincones, las flores languidecen aún vivas en el suelo.
Abandono el camino principal y me interno por pequeños senderos, que se pierden en la espesura.
La "frondosa Sintra", la "amena estancia, / trono de la lozana primavera,/ ¿Quién no te ama? ¿Quién si en tu regazo/ una hora de la existencia viviese,/ esa hora olvidaría?", escribió el poeta romántico Almeida Garret. Eça de Queiróz hablaba de que Sintra le producía una melancolía feliz. "El camino entraba entre dos muros altos paralelos, donde susurraban las ramas murmurantes. Era el Ramalhao. El aire parecía más fino, como refrescado por la abundancia de agua. Se sentía una vaga serenidad de parques y arboledas. Algo suave y elegante circulaba por la atmósfera. Había un silencio de descansos delicados y ociosas existencias."
Este es el Palacio Valenças, diseñado por el arquitecto italiano Giuseppe Cinatti, un edificio de influencia veneciana construido a finales del XVIII. No se puede visitar, está destinado a usos municipales. Y a los próceres del pueblo no se les ha ocurrido mejor idea que colocar un parque infantil junto a sus muros. El exquisito gusto de la burguesía.
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Salimos del Elevador de Santa Justa y, en el pasaje que desemboca en la Praza do Carmo, había una casa en cuya planta baja ensayaba una banda de música. Era verano y, a través de una ventana abierta, los transeúntes podíamos ver a los músicos, serios y acalorados, aplicarse en los metales (y maderas). El que soplaba en la tuba era el más próximo a la ventana y sobresalía a la rua una buena porción de la bocina del instrumento. Los españoles que lo veíamos, no podíamos dejar de esbozar una sonrisa irónica en vista de actitud tan pueblerina (o eso estimábamos nosotros). Así era: unos honrados ciudadanos que ocupaban parte de su ocio a algo tan noble como la práctica musical..., nos movía a la hilaridad impertinente.
ResponderEliminarY es que el sentido del ridículo nos puede y muchas veces nos esteriliza, de modo que todo lo tenemos que maquillar antes de ponerlo en circulación; así, si algo brota de nosotros espontáneo y fresco nos creemos obligados a cortarle algunas plumas de los alerones, no sea cosa que nos tomen por ingenuos. Que ya se sabe que ser ingenuo en España tiene mal cartel y le sitúa a uno a un paso de la incompetencia.
Al día siguiente, la casualidad hizo que volviese a ver otra vez a la banda de músicos, esta vez en la Baixa, creo que en la Rua da Prata. Desfilaban con dudosa marcialidad a los compases de un pasacalle. Y, en la última fila del escuadrón, iba nuestro rubicundo y chaparro maestro de la tuba, casi tapado por el cornetón: confieso que se me escapó cierta risa que disimulé como puede. Y es que los celtíberos -según para qué cosas- no tenemos remedio.
Hasta otra, Sol; que pases una Semana creativa.
Me gusta tu historia, y cómo nos la has contado. Efectivamente, los españolitos tenemos un sentido del ridículo exacerbado que a veces nos juega malas pasadas. Disfruta estos días, Federico. Y vuelve pronto por Mi casa. Un abrazo
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