Esta mañana de domingo en Madrid, en la plaza de Lavapiés se
mueve otra clase de belén animado, multirracial. Un grupo de africanos invoca a
los espíritus tocando los tambores; en la puerta de un supermercado unos
solidarios recogen alimentos para los necesitados; unos ecologistas cultivan
una huerta alternativa de lechugas y tomates en un solar; una anciana guateada
se asoma a una ventana y grita: “Mohamed, súbeme pan y una botella de leche”.
El joven Mohamed desde la acera asiente.
Entre dos acacias cuelga una pancarta
que convoca a una manifestación contra el Gobierno y algunos balcones exhiben
la bandera republicana. Cruzan la plaza chicas sarracenas con el velo islámico,
adolescentes muy fardonas con un piercing en las cejas y en los labios, negras
con floripondios de colores en la cabeza, tipos con coleta o sin ella, que
pueden ser profesores, poetas, bohemios, artistas o nada, simplemente jóvenes
ya maduros sin horizonte, que estuvieron acampados en la Puerta del Sol el 15
de mayo.
En cada farola de la plaza hay un rey Baltasar congoleño o senegalés
de pie esperando que pase un camello. En lugar de dirigirse al portal, los
pastores invaden las terrazas y comparten raciones de pulpo a la gallega o un
pollo al currycon las lavanderas que han abandonado el riachuelo de papel de
plata para convertirse en guerreras ciudadanas. En los locutorios de la calle
de Tribulete donde cargaron los móviles los terroristas del 11-M venden ahora
perfumes orientales.
El sistema ha levantado en este barrio un muro entre el hoy
y el mañana difícil de saltar. A este lado de la barricada, la plaza de
Lavapiés es otra forma de estar en el mundo. Las figuras de este belén no
acudirán al portal a adorar a Niño, que es el sol que nace todos los años. Solo
sueñan con votar a Podemos para asaltar un día el palacio de Herodes.
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