Salgo de La Paz temprano y me siento a desayunar en un café abierto en grandes cristaleras, cuando advierto que a mi lado, tras el cristal, se apiñan varias docenas de esponjosos gorriones. Me distraigo observando sus rechonchas figuras, las plumas ahuecadas para conjurar el frío que esta mañana de enero corta la piel. A saltitos alcanzan el ventanal y, uno tras otro, picotean con empeño el cristal, tras el que alguien ha tirado restos de comida. Desde fuera la ven claramente a su alcance, y cuando intentan alcanzarla se topan con la dura superficie del vidrio.
La imposibilidad de uno no desalienta al resto, que van probando suerte bajo mi mirada. A veces ocurren estas cosas: la satisfacción de nuestras necesidades está ahí, aparentemente a nuestro alcance. Solo hay que estirar la mano. Hasta que nos topamos con la realidad. Cuando termino mi café recojo el pan sobrante, salgo del local y llego hasta ellos, que emprenden despavoridos el vuelo. Deposito al otro lado del ventanal las migas y me retiro. Al rato, los más audaces, desayunan.
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