La Filarmónica de Munich, la orquesta de Celibidache, Mehta y Thielemann, vuelve a Madrid con su director titular al frente, Lorin Maazel, y con un programa precioso: el Vals Triste de Sibelius: la Sinfonía núm 4 de Schumann y Una Sinfonía Alpina de Richard Strauss. Me entusiasma lo que consiguen de las agrupaciones que encabezan estos directores mayores. Ahondan en la música como nadie, la degustan despacio, arrancan un millón de matices. Su sutileza alcanza niveles de exquisitez que te deja temblando. Así ocurrió hace unos días en el Auditorio. Después de una joya como el Vals Triste, la avasalladora belleza de la sinfonía de Schumman hasta alcanzar el punto álgido: la enorme emoción de la Sinfonía Alpina. Dicen los estudiosos que Richard Strauss reflejó en ella la experiencia que sufrió cuando, a los catorce años, subió con un grupo de montañeros al Heimgarten, en Baviera, se perdieron y hubieron de refugiarse en una cabaña, bajo una fortísima tormenta. La naturaleza palpita en esta sinfonía. Lucho durante toda su ejecución entre cerrar los ojos y volar con la música o quedarme colgada de las manos de Maazel, que parecen hacer música.
Os dejo con ella:
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