Ricos felices en verdad eran aquellos que antaño vivían
dentro de un capullo de oro como gusanos de seda y al final se volvían
crisálidas. Yo tenía una amiga de esta especie, que fue la primera en hablar
gangoso. Un día paseaba con ella y su Lulú por Recoletos y un mendigo se acercó
a pedirnos limosna. Cuando mi amiga vio que aquel ser tendía la mano hacia ella
se precipitó espantada a rescatar a su mascota. “¿Qué le pasa a este señor?”,
exclamó refugiándose en mis brazos. “Tranquila, solo es un pobre”, le dije.
Recién salida de su capullo era al primer pobre que veía de cerca. Ricos
felices eran aquellos que ignoraban que en el mundo existía la pobreza y
bailaban, bebían, viajaban, flotaban sobre la armonía de los números. Los
padres de mi amiga, aristócratas punta de rama, que entre ellos se hablaban
siempre en inglés, tenían una finca de cinco mil hectáreas donde había encinas
que, al no haberse podado por pura desidia desde el siglo XXIII, se habían
convertido en catedrales de sombra. Un día mi amiga se extravió entre los
múltiples cerros de su propiedad y no acertaba a volver al cortijo. Se encontró
con uno de los jornaleros, a quien suplicó: “Campesino, where is my house?,
dígame donde está mi casa”. Era una de esas crisálidas, que parecía haberse
escapado de un cuaderno de Proust. Hace mucho que ese tiempo ha muerto. Hoy ser
rico y exhibir de forma impúdica la riqueza se ha convertido en un deporte de
alto riesgo. Los pobres forman ya un mar tempestuoso que bate contra el
acantilado de la política y ha obligado a los ricos a hacerse invisibles,
refugiados en sus blindadas madrigueras. Si en el fondo el Estado no es más que
una organización cada día más compleja, cara y neurótica para impedir que los
pobres maten a los ricos, hoy ser un político en medio de la miseria es la
última forma de vivir peligrosamente. Aquel capullo de oro se ha vuelto un
puerco espín erizado de metralletas. Alrededor de la isla de los ricos hay un
abismo lleno de cuerpos naufragados y el mar no olvida ninguno de sus nombres.
Ya no es posible navegar esas aguas mortales con el antiguo placer de un
anuncio de Martini. Por otra parte, aquella amiga mía, que se había convertido
en crisálida, un día quiso volar y se arrojó a un patio interior por la
ventana.
Manuel Vicent, diario El País, 26 de enero de 2014
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