Extraordinario concierto, uno de los más hermosos de la temporada, el que ofreció hace unos días en el Auditorio de Madrid la Orquesta Sinfónica del Teatro Marinsky de San Petesburgo, con su director titular, Valery Gergiev, al frente. Un programa bellísimo: el Preludio del tercer acto y el Encantamiento del Vierrnes Santo de Parsifal, de Richard Wagner; y la Sinfonía núm. 9 de Gustav Mahler.
Debussy calificó Parsifal como "uno de los monumentos sonoros más bellos que haya sido elevado a la gloria imperturbable de la música", y tanto el Preludio como el Encantamiento son dos piezas exquisitas, de una dulzura y una melancolía que te empapan el corazón. Tierra abonada para lo que llegaría después del descanso, una de las sinfonías más hermosas, más tristes y emotivas que se han escrito jamás, la 9ª de Mahler. Mahler y su atracción hacia la muerte. Para Cooke esta sinfonía sintetizaba el más profundo descenso de su autor al infierno de la desesperación. Y esta fue su despedida. Alban Berg escribió sobre ella años después: "Es lo más extraordinario que ha escrito Mahler. Veo en él la expresión de un amor excepcional hacia esta tierra, el deseo de vivir en paz en ella, de gozar con plenitud de los dones de la naturaleza antes de que la muerte le sorprenda. Y esta se aproxima inexorablemente. Todo el movimiento está impregnado de signos premonitorios de la muerte. Es algo omnipresente". Y sin embargo a mi no me inspira tristeza, sino una gran dulzura y la serenidad que te aporta la belleza. Me conmovió la hondura con la que la interpretó la orquesta, y el sentimiento con que fue dirigida. No pude evitar recordar la última vez que la escuché, en este mismo escenario, dirigida por Claudio Abbado, un concierto inolvidable. Dos interpretaciones memorables. Al finalizar, Gergiev se secó las lágrimas, y yo con él.
Escuchad el Adagio:
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