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jueves, 16 de abril de 2015

Esos niños

Mañana soleada de Abril. Estoy absorta en la lectura (leo, con un permanente escalofrío, La escritura o la vida, de Jorge Semprún, cuando se cumplen estos días ochenta años de la liberación del campo de concentración de Buchenwald donde él pasó dos años de su vida,, y a las puertas de un viaje a Alemania con visita a ese campo que me tiene sumida en el desasosiego; pero esa es otra historia de la que os hablaré en otro momento) cuando me interrumpen un hombre joven y una mujer mayor, que intentan hacer sitio ante la mesa vecina a una silla de ruedas donde se sienta un anciano. Muevo mi mesa y me fijo en el grupo. (La ternura que siempre he sentido hacia las personas mayores se ha acrecentado sobremanera desde que mi padre sufre alzheimer). El anciano ha debido ser un hombre guapo, con buena facha: todavía conserva cierta prestancia, envuelto en un gabán cuyo cuello le cubre hasta las orejas, una gorra de cuadros ingleses y una bufanda; demasiado abrigo, pienso. El anciano, que ha llegado con la cabeza hundida en los hombros, levanta la mirada y la fija en mí. Le sonrío, no me devuelve la sonrisa. Su hijo le toca la nariz con un dedo y le empuja suavemente la cara en la dirección contraria: "¿Qué miras, papá?", le pregunta. Él vuelve a hundir la cabeza en la bufanda, cierra los ojos y permanece así, adormecido. El camarero coloca una copa con un helado de vainilla ante él, y su hijo intenta despertarlo propinándole nuevos golpecitos con el índice en la nariz. El anciano abre los ojos, coge despacio la cuchara y comienza  a comer el helado. No habla, no sonríe. Al cabo gira la cabeza y me mira de nuevo. Sonrío. El joven mueve de nuevo su cara al frente con el dedo en su nariz, como si corriera el carril de una máquina de escribir. Cuando se van, el anciano vuelve a mirarme y me dice adiós con la mano. Le devuelvo el saludo. No hay luz en sus ojos.
¿Por qué nos empeñamos en tratar a los ancianos como a niños? ¿Por qué tendemos a despojarlos de su dignidad?¿Hubiera consentido él ese trato cuando era un hombre joven, quizá de carácter enérgico? ¿cuándo dejó de ser quien era para su hijo? Nunca permitiré que mi padre viva humillado, aunque él no se entere. Yo sé quién es.

2 comentarios:

  1. Mi padre era flaco, flemático, introvertido; dejaba un rastro de melancolía a su paso. No me quería demasiado -pensaba yo por entonces-. Él, ensimismado en sus pensares. Debían de dolerle, porque siempre parecía sufrir por algo...
    Le sobrevino una depresión que le subyugó por largos años. Nunca curó del todo. La tristeza y el ensimismamiento no le abandonaron ya jamás.
    Y uno -años después de su muerte- tiene claro que ser cordial, amante padre, rendido enamorado de la belleza, vitalista, gozoso comensal, bailarín de fino estilo, entusiasta adorador de los talentos..., bien poco depende de la maniatada voluntad, del denodado afán por superarse... Porque hemos nacido con las cartas ya marcadas, que unos dioses caprichosos repartieron a voleo.

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    1. Siento lo que cuentas de tu padre, pero quiero pensar que vivió también momentos felices y plenos. Y no dudes de que te quería. La depresión es una enfermedad terrible, pero no borra los amores. Muchos besos, Werther querido

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