No siempre se ve el amor, la celeste decisión de nuestra
libertad de entregarse a otro. No siempre sucede que, tras la helada, broten
flores azules en la áspera piel de la tierra. Miro muy detenidamente mi jardín,
y quien dice su jardín dice mi parroquia; y quien dice mi parroquia está
diciendo su país y el mundo entero. Amo mucho, con una entrega incondicional,
el tiempo en el que vivo. No tengo más: es mi única oportunidad, entre un
llanto y otro llanto, de ser eterno.
Si ustedes viesen lo que yo veo me envidiarían: sobre una
loma antigua, que el arte inconsciente de la geología ha dispuesto, arden en
plata a veces verde, como oxidada por el tiempo, los troncos de los manzanos.
Sé que este milagro del invierno, que anuncia nieve, necesita de cuidados. «Xineru
ye bon sementeru», dice el refrán y aunque acaso las generalizaciones son sólo
aproximaciones a la realidad, que siempre se nos escapa, nos sirven para
situarnos. La voz de un amigo, el cigarrillo cotidiano que me mata lentamente
alimentando sueños, la férrea creencia de que los Reyes Magos son verdad y no
un invento de los padres, la tierna seguridad de que sólo lo inseguro prevalece
en esta vida mía que se va acostumbrando al único argumento de la trama:
envejecer, morir.
Me miro en el espejo y advierto cosas que nunca había visto.
El amor también tiene arrugas y ojos hinchados al amanecer; tiene un si es no
es de sentido que nos cambia radicalmente. Nos hace jóvenes, nuevos, vivos.
Aletea el instante: somos nosotros dos ante el mundo. Frente a la rabia y la
indignación, sólo se puede oponer con ciertas garantías de éxito el amor. Un
amor oscuro que brota de no sabemos de dónde pero sabemos de quién y por qué.
Sabemos también para qué: para cambiar el mundo.
¡Me han llamado tantas veces ingenuo! Pero yo lo único que
he visto, a mi alrededor, es gente que se esfuerza, que sabe, que se pone de
puntillas, que quiere ser justa, que yerra y acierta, que se protege
protegiéndose. País de pícaros el nuestro, que aparentamos ser más listos que
nadie para ser los tontos del pueblo. Los he visto, a las seis de la mañana,
camino de los tejados de la construcción; los he visto tecleando nerviosamente
un whatsapp en el autobús; los he visto en un verso de Carl Sanburg: «Nunca
madrugar fue patio de recreo / y sin embargo cuánta felicidad en procurar / la
felicidad cuando se tiene hambre / de sol, de justicia, de una vida sin
márgenes».
Una vida sin márgenes que no se pueda desbordar pues los
márgenes de la vida son los del amor. Agustín de Hipona, mi amigo dilecto estos
días, lo dice muy claramente en sus confesiones: «Si tu suerte te es adversa,
como me fue a mí, podrás pasar sin muchas cosas pero sólo en una tendrás
cobijo: en la seguridad de quererte a ti mismo como Él te quiso a ti».
Creo en los Reyes Magos porque me los ha anunciado un tordo,
de rama en rama, en mi jardín. No les pido objetos, sino un concepto. No pido
ni siquiera para los míos; pido para todos. El próximo año, ¿será otra vez una
larga reverencia al olvido? ¿Nos atreveremos a ser?
Con nosotros va este amor oscuro que todo lo puede. Con
nosotros, acompañándonos. Tan cerca que nos quema iluminándonos.