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domingo, 20 de enero de 2013

"Las joyas", de Charles Baudelaire


Las joyas

Mi querida estaba desnuda. Conocedora de mi corazón,
no se había dejado sino sus joyas sonoras,
y este rico atavío le daba el aire triunfal
que las esclavas moras saben tener en sus días felices.

Al saltar, con la danza, su tintineo vivo, burlón,
el mundo abrillanta de metal y de piedra,
y yo caigo en el éxtasis, y yo amo con furia
las cosas en las que el sonido se funde con la luz.

Pero ahora, acostada, ella se dejaba amar,
y desde lo alto del sofá sonreía complacida
a mi amor, como el mar, profundo y dulce,
que hacia ella se alzaba como hacia su rompiente.

Los ojos fijos en mí, como un tigre domado,
con aire vago, soñador, sus poses ensayaba,
y el candor unido a la sensualidad
le daba un nuevo encanto a su metamorfosis;

y sus brazos y piernas, sus muslos y nalgas,
como untados con aceite, como un cisne ondulantes,
pasaban frente mis ojos clarividentes, serenos.
Y su vientre y sus pechos, esas uvas de mi viña,

avanzaban mimosos como Angeles del mal
para turbar el reposo en que mi alma se instalara,
para voltearla de esa roca de cristal
deonde, calma, solitaria, mi alma se había sentado.

Creí ver unidos, en inédita pintura,
las caderas de Antíope y el busto de un mancebo,
tanto hacía su talle resaltar su pelvis.
Sobre ese lienzo pardo, feroz, el sombreado era soberbio.

Y como la lámpara se resignara a morir,
como sólo el hogar iluminaba el cuarto,
cada vez que lanzaba un suspiro de fuego
inundaba de sangre esa piel color de ámbar.

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