"Los soldados se aferran a su fusil y a su machete, cuyo metal oxidado, empañado, oscurecido por los gases, apenas reluce ya bajo el fulgor helado de las bengalas, en un ambiente corrompido por los caballos descompuestos, la putrefacción de los hombres caídos y, en la zona donde están los que se mantienen más o menos derechos en medio del lodo, el olor de sus orines, de su mierda y de su sudor, de su mugre y de sus vómitos, por no hablar de esos pegajosos efluvios a rancio, a moho, a viejo, cuando en principio están en el frente y se hallan al aire libre. Pues no: huele a cerrado, el olor se extiende sobre las personas y en su interior, tras las alambradas de púas de las que cuelgan cadáveres putefractos y desarticulados que a veces sirven a los zapadores para fijar los cables telefónicos, que no es empresa fácil, los zapadores sudan de cansancio y de miedo, se quitan el capote para trabajar con más comodidad y lo cuelgan de un brazo que, al salir del suelo, vuelto, les sirve de percha.
Todo esto se ha descrito mil veces, quizá no merece la pena detenerse de nuevo en esta sórdida y apestosa ópera. Además, quizá tampoco sea útil ni pertinente comparar la guerra con una ópera, y menos cuando no se es muy aficionado a la ópera, aunque la guerra, como ella, sea grandiosa, enfática, excesiva, llena de ingratas morosidades, como ella arme mucho ruido y, con frecuencia, a la larga, resulte bastante fastidiosa".
Imponente el relato que, en escasas cien páginas, presenta el escritor francés Jean Echenoz sobre la primera gran guerra, de la que este año celebramos centenario. Con una sencillez y naturalidad que abunda aún más en el horror de lo narrado, como si de un cuento infantil se tratara, nos presenta un fresco vivísimo entreverado de ráfagas de humor. Brutal, deslumbrante en su desnudez, una miniatura espeluznante, profundamente conmovedora, que a todos nos convendría leer para tener presente a dónde nos pueden llevar determinados desatinos. Muy recomendable.
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