Muy cerca de la Alameda de Osuna, cerca también de los jardines de El Capricho del que os hablé hace algún tiempo, se encuentra una de las poquísimas fincas agrícolas que se conservan en Madrid, La Quinta de los Molinos, hoy propiedad del Ayuntamiento y abierta a los visitantes como parque público. Una tarde de marzo, aprovechando esta primavera adelantada que disfrutamos y sufrimos (los índices de contaminación madrileños a índices estratosféricos) con El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers en ristre (os hablaré uno de estos días de esta extraordinaria novela) me voy a pasear y a ver pasar la vida a La Quinta.
El espectáculo de los almendros floridos es una belleza. Entre pinares se extienden los campos de almendros, como una nube blanca y algodonosa acostada en la tierra. Me siento bajo la copa de uno de ellos, me apoyo en el tronco, cierro los ojos y olfateo el aire. Es como si una campana hubiera aislado la atmósfera del parque de la contaminación de la ciudad: huele dulce, apetece morder el aire.
En su origen esta finca perteneció al conde de Torre Arias, que en 1920 se la regaló al arquitecto y profesor de Urbanismo de la Escuela de Arquitectura César Cort Botí. A base de sucesivas adquisiciones Cort fue ampliando la finca, hasta alcanzar unas dimensiones de 28,6 Ha. en los años 70. Su propietario intentó recrear una finca agrícola típicamente mediterránea, plantando almendros, pinos y olivos, a los que hoy se unen eucaliptos, cipreses y mimosas.
La finca está llena de rincones deliciosos, como este estanque que os muestro en la foto, escondido entre árboles, con ese banco que imagino serviría para acceder a las barcas con las que navegarlo. El agua para el riego se extraía por medio de molinos de viento (os muestro dos más abajo), de pozos y manantiales subterráneos y se almacenaba en albercas, que aún se conservan en los jardines. Por la finca circulaban dos pequeños arroyos: el de Trancos al norte y el de la Quinta, al sur.
En 1925 se inició la construcción del palacete, al norte de La Quinta, con influencia de la llamada Secesión Vienesa y, en especial, de la obra de Hoffman. Un estilo que, aunque incluido en el modernismo, cuenta con algunas peculiaridades como la búsqueda de la sobriedad, la elegancia y una cierta severidad de líneas. Abajo a la izquierda os lo muestro, y a la derecha la llamada Casa del Reloj, un edificio de utilización agrícola construido en la misma época y rehabilitado recientemente. Camino alrededor del palacio, cerrado a cal y canto. Da la impresión de haber perdido su distribución original tras las obras de rehabilitación. Está vacío e inutilizado.
En 1978 muere César Cort y cuatro años después los herederos llegan a un acuerdo con el Ayuntamiento mediante el que ceden la propiedad de 21 Ha., las que hoy conforman el parque, a cambio del permiso para construir en las siete restantes. Efectivamente, las casas se asoman a este paraíso desde cualquier esquina, en ocasiones parecen partir la Quinta en dos. Una lástima.
Pese a todo resulta delicioso pasar la tarde aquí, fuera del mundanal ruido. Frente al invernadero, ahora vacío, me siento a leer en el banco que veis arriba y el tiempo se va sin sentir. Luego, caminando hacia la salida, descubro la exuberancia de la mimosa con la que cierro. Su olor me devolvió mi tierra.
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