"A pesar de ser del concejo de Tineo, nunca me acerqué a Eiros, y bien que me pesa, a ver la Fayona, ese haya inmensa, de más de doscientos años, que hace unos días cayó derribada por el viento. Supongo que es ley de vida. Doscientos años son muchos, casi incluso para un dios: dense cuenta que ese misterioso árbol, cuya sombra es ya ceniza, en 1809 era un simple hayuco que soñaba, por este tiempo, la primavera. Eran los tiempos de la Francesada: en aquel año Lamarck presentaba su teoría de la evolución, inaugurando la ciencia de la biología; nacía en Baltimore Edgar Allan Poe y era aún un bebé de pocos meses Abraham Lincoln, que llegaría a ser el decimosexto presidente del los Estados Unidos. En aquel año de 1809 moría en la batalla de Elviña el general escocés John Moore, a quien Rosalía de Castro dedicaría una elegía, y también Franz Joseph Haydn, que no pudo soportar el ruido de las botas napoleónicas desfilando por su amada Viena. Quiero imaginar que aquel invierno de 1809 fue como éste, frío y ventoso, amenazando nieve cada cinco días y con mañanas muy claras, de cielos muy azules, que dejan entre las manos algo que se nos escapa y no sabemos definir: una cosa muy vaga que tiene que ver con los caminos el norte, la cantinela serena del Kalevala y el rumor de un río que se siente, dictando nuestro destino, desde una ventana. Fabulo que Haydn, en su lecho de muerte, compuso una nana para un haya recién nacida: imaginó su raíz palpitante, aún frágil, horadando la tierra, buscando la fértil luz oscura; concibió en su melodía el tallo convirtiéndose en tronco, cada vez más robusto, ascendiendo hacia la luz clara. Llegó a alcanzar la fayona de Eiros una altura de veintiocho metros, una copa de treinta y un diámetro de tronco de cuatro y medio. La próxima primavera sus hojas recién nacidas no compondrán una canción, siempre nueva, entrelazando sus nervios con el rocío y el viento. Este último ya ha arrastrado para siempre a la fayona, arrancándola de la tierra que la nutrió. He visto una fotografía en la que el haya yacía en el suelo, desarraigada; en ella, se ve a los paisanos que han acudido a velar su eternidad derribada, encogidos de frío, sobrecogidos por la inmensidad del suceso. Parece que se están pidiendo explicaciones a sí mismos por su suerte: un árbol derribado, herido por el viento o por el rayo, es una metáfora demasiado elocuente. El mundo se divide en dos facciones: quienes ven un árbol herido y sienten la herida ardiendo en su corazón y quienes prevén un haz de leña sobre la avaricia de sus hombros.
Me he acordado esta mañana de la fayona de Eiros. Toda la noche el viento aulló contra las ventanas, intentando entrar por un resquicio y hacer saltar los goznes para llenar la casa de desolación. Yo me leía, para tranquilizarme a mí y a los míos, un poema de Katherine Mansfield, ése que habla de una tormenta dibujada en un grabado “de hacia 1800” y que no molesta en nada al personaje del poema que revisa el cuadro sentado en su jardín, en una tarde de verano mientras espera la hora del té. Por la mañana, al despertarme, salí a la pomarada y vi que el airón había hecho de las suyas: un peral viejo, que me había empeñado en conservar, tenía todas sus ramas rotas. Parecía un pobre anciano sentado en un parque tras la salida del hospital donde le habían dicho que su mujer… Recordé la fayona de Eiros, que se había ido del mundo y yo ni siquiera había compuesto una elegía, y sentí remordimiento por no haber ido nunca a verla nunca. Mi abuelo vendió ganado bajo sus cañas y me la mostraba orgulloso en un calendario de 1992 que había regalado el Ayuntamiento de Tineo: hace tanto tiempo que nunca tuve tiempo para cumplir la promesa que le hice a mi abuelo.
Hacen mal muchos de mis paisanos en no querer a los árboles, en no amarlos, en ver en ellos tan sólo un trastorno de sombra o un incordio que ocupa espacio. Un día fueron un símbolo, un altar, una puerta desde la que se accedía al favor de la divinidad: no faltaron iconoclastas, y adoradores de dioses falsos, que los atacaran clavándoles el hacha de su incredulidad. Carlomagno, para dominar a los sajones, ordenó a su ejército derribar un roble sagrado, inmenso. Era tan grande que los sajones creían que sus ramas sujetaban el cielo. El ensanche de la calle Uría y el estrechamiento de Asturias coincidieron en el tiempo, cuando la sierra insensible derribó El Carbayón de Uvieo. También hubo un carbayu en mi pueblo, en Paniceiros, tan grande que se necesitaban dieciséis mozos, con los brazos extendidos, para abarcar su diámetro. Dieciséis mozos: uno por cada casa. Lo talaron, me contaba mi abuelo, hacia 1920. Lo talaron, pero tardó muchos años en caer seco, que era terco y sabio y dio una última lección. Tal era su anchura que se sostuvo de pie varios años después de serrado.
Nos quedaba aún la fayona de Eiros: el recuerdo de la felicidad es feliz en sí mismo aunque sea triste. Me levanté esta mañana y comprobé la leña muerta en mi pumarada. En un rincón excavé un hoyo, bien grande, para que se airee la tierra unos días: en él plantaré un haya joven, comprada en un vivero. Dentro de doscientos años, ¿habrá alguien sobre la tierra que se acuerde que haya se dice ‘faya’ en la lengua del cariño y que su fruto, el hayuco, se dice “la fou”? Dentro de 200 años, ¿habrá alguna memoria de quienes fuimos? ¿Y cariño? ¿Habrá cariño sobre la tierra estéril? No sé, la verdad: yo nunca he sido un aliado de lo irreparable, si no su enemigo irreconciliable, y haré todo lo que pueda para que lo que yo he visto, y era bello y bueno, lo vean otros. Puede que los “sofitos” que le ponga a mi viejo peral no valgan para nada, y que se me caiga el próximo invierno; pero hace doscientos años, cuando nacía Edgar Allan Poe, alguien cuyo nombre desconocemos vio en la tierra helada de enero algo sorprendente: una tímida caña que sobresalía altiva con hambre de mundo y de luz. Cavó a su alrededor, respetando las raíces, y murió muchos años antes de saber que sus ramas, por fin, sostenían el cielo."
Xuan Bello firma este precioso relato que encontraréis, junto con más de sus escritos, en su página web.
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