Levantó la mirada del libro y la dirigió distraídamente hacia la ventana. Una estación pasa ante sus ojos: Santullano. Ya estaban en Asturias, habían atravesado los túneles de Pajares sin que ella lo advirtiese, absorta en la lectura. Se lamentó de ello. Había perdido la oportunidad de sentir esa íntima alegría que la asaltaba con el primer valle asturiano, su profundo verdor, los altivos perfiles, tan queridos. “Ya estoy en casa”, pensó mientras la entrada de un túnel le hurtó el paisaje. Entonces la vio, reflejada en el cristal. Estaba de pié ante su asiento, en la otra fila, una línea por delante. Menuda, vestía una camisola a rayas blancas y azules y un pantalón ancho, grisáceo. Apoyaba el codo en el respaldo del asiento delantero y, la palma abierta, sujetaba su barbilla. Media melena de pelo crespo, liso, rubio ceniza entreverado de canas; cejas amplias, sin depilar, dibujaban una leve caída en los bordes; nariz larga y recta; labios finos. Manos nerviosas de uñas cortas, sin arreglar, y articulaciones abultadas. Miraba absorta hacia delante, fija su atención en un punto invisible para los demás, fuera del mundo, y su rostro expresaba una tristeza sin esperanza. Algo hondo, dramático, se adivinaba tras su gesto. La luz del exterior borró su imagen y volvió el verdor intenso y frondoso de principios de verano, tierra mullida, maternal, nodriza generosa. “No puedo vivir tan lejos”. Sonrió: la vieja cantinela, siempre el mismo propósito, siempre incumplido.
La observó directamente, sin su reflejo. Sigue inmóvil, ese gesto de inmensa derrota. Una niña abandonada, inerte ante un dolor mayor que ella, un dolor que no puede contener. Toda ella grita ese dolor, sobre todo esas cejas derrotadas, el abandono de ese pequeño cuerpo a la desolación. Una tristeza impúdica, infantil.
La mira largo, sin disimulo. Ella no la ve mirarla.
En el asiento contiguo cabecea un hombre de pelo ralo y barriga prominente. De repente abre los ojos, la ve de pié a su lado, levanta un brazo y acaricia levemente su cintura en un gesto familiar. Ella apenas esboza una negativa, pequeña sacudida de su melena, y continua inaccesible allá donde la pena la mantiene alejada. Él gira su cuerpo, le da la espalda, y cierra los ojos.
¿Y el himno?. ¿Dónde se han perdido los ecos de ese himno interior, que no han resonado en tan acogedor valle?.
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