El 13 de junio se cumplieron 100 años del nacimiento en Serantes, Ferrol, de Gonzalo Torrente Ballester. Excepto el Nobel, que hubiera merecido sobradamente, recibió los más importantes premios literarios de nuestro país. Fue un escritor genial y una maravillosa persona, según los que tuvieron la suerte de tratarle. Escribió obras maestras, como la trilogía de Los gozos y las sombras o La saga/fuga de J.B., pero yo recuerdo con especial cariño la lectura de la novela por la que le dieron el Premio Nacional de Literatura en 1981, La isla de los jacintos cortados. El prólogo que escribió para su primera edición no tiene desperdicio. Tenía 71 años. Reproduzco un extracto:
……..la arteriosclerosis se porta bien, se
mantiene a raya, actúa lo indispensable para que se me olviden
los nombres propios, para que a veces no salga a tiempo la
palabra precisa y haya de interrumpir el trabajo para buscarla.
Pero ¿qué menos que estos mínimos achaques? A cambio
de ellos, compruebo que conservo intacta la disposición a divertirme,
y que de aquella seriedad que en años jóvenes vino a enturbiar
mi disparatada concepción del mundo (quizás me haya
expresado mal: mi concepción del mundo como puro disparate),
poco vaya quedando. Lo cual me empuja hacia una literatura
casi volátil, poco más allá del juego, un poco más acá del mero
regocijo: para mí, por supuesto, que es de lo que se trata, aunque
sea también cosa de pensar que, si a mí me complace la
travesura, servirá asimismo de solaz a los que entienden la vida
y el arte como yo los entiendo: afirmación hic et nunc de
nuestra real gana. Es evidente que para los otros no escribo, pero
eso les sucede a todos los inventores de ficciones: que su propuesta,
que su oferta, va siempre hacia clientes limitados. Pasa
como con las hortalizas: a quien le gustan los tomates, quien
prefiere los ajos. El ajo y el tomate, sin embargo, ahí están. Y el
que ajos come, a cambio de mantener la sangre pura, tiene que
soportar un incómodo aliento (para los otros), al menos mientras
no se consigan los ajos inodoros, tras los que andan los más
progresistas de los horticultores. Pero ¿no sucederá que, perdido
el hedor, se queden sin las otras cualidades? Es una lata, no
hay quien lo entienda, pero lo bueno y lo malo andan siempre
tan juntos que parecen uno y lo mismo.
Tengo la impresión súbita de que acabo de excederme en
mis consideraciones agronómicas. Pido perdón, sobre todo a los
golosos del ajo, a quienes aseguro que nada más lejos de mi
intención que referirme a su halitosis, por la que siento un
inmoderado respeto.
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