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lunes, 21 de junio de 2010
Toledo mágica, exquisita, misteriosa
Caminar por las calles de Toledo, a poco que seas capaz de librarte de las hordas de turistas, es una experiencia inolvidable. Esta maravillosa ciudad, que conserva en sus calles la España que ha sido, la visigoda, la árabe, la judía, la castellana del Reino de Castilla y León, y luego la de la España de los Reyes Católicos, la belleza de la España del XVI, depositaria de lo mejor de todos los estilos, de todas las culturas, te deja maravillado mientras caminas por sus calles empinadas, laberínticas, escuchando sólo el sonido de tus pasos en el empedrado o el tañir de las campanas. Como en Venecia, el sonido del silencio es ensordecedor. Los gatos campan a sus anchas, saltan las tapias, se acurrucan en los zaguanes.
Ha llovido, llega la noche, la luz de las farolas se refleja en el empedrado, la ciudad se ha quedado desierta. Callejón del Infierno, Callejón del Diablo, Calle de la Sillería, Calle del Hombre de palo, Calle del Nuncio, Calle de las Cordonerías... Es fácil perder el sentido de la orientación. Y del tiempo. Estrechas calles empinadas hacen zigzag y se convierten en escaleras que desembocan en un callejón sin salida: una reja deja entrever un pequeño patio de mosaicos y plantas. Retrocedes y giras caminando entre altas tapias, abiertas por alguna ventanuca de anchos barrotes, una pequeña puerta de gruesa madera tachonada de clavos. Piensas que en cualquier momento escucharás el relinchar de un caballo y el chasquido de sus herraduras contra la piedra, y tendrás que hacerte a un lado, pegarte a la tapia, y dejar pasar a un caballero de capa oscura y ancho sombrero, al galope. O adivinarás, tras un visillo que se descorre imperceptiblemente, los ojos de una damisela aguardando a un embozado que se desliza en las sombras. Una Celestina empujando la puerta de un jardín, vieja, sucia, artera, para encontrarse con la inocencia de una joven Melibea, sedienta de amor. Un Lazarillo ávido de vida prisionero de la ciega crueldad de su amo. La picaresca, las novelas de caballería, todo el buen amor. Toledo.
En palabras de Pérez Galdós: "Todo lo que aquí ha habido de caballeresco en las costumbres, de noble y ejemplar en la vida, de osado en las empresas, de original y picante en la literatura, de delicado en las artes, ha tenido por teatro esta ciudad, clavada en una peña, combatida siempre por recios y helados vientos, en situación inaccesible, áspera, sombría, oscura, silenciosa, menos cuando tocan, simultáneamente a misa, las campanas de sus cien iglesias; incómoda, inhospitalaria, triste, llena de conventos y palacios que se caen piedra a piedra, ennoblecida por su inmensa catedral metropolitana; ciudad del recogimiento y la melancolía, cuyo aspecto abate y suspende el ánimo a la vez, como todas las ilustres tumbas, que no por ser suntuosas y magníficas dejan de encerrar un cadaver". Puro romanticismo.
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De algún modo tengo la sensación de haber vivido esa magia, esa perspectiva física y emocional de Toledo. Las piernas rotas, el corazón, enganchado en cualquiera de esas esquinas que lo arañan con sus caricias pétreas que abrigan sopresas. Dividido, allí y aquí. Duelen los músculos. Es una ciudad para amar, de mil modos. Ay, esos tacones en la noche... inolvidables.
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