La temática de esta tabla es habitual en la pintura religiosa del siglo xv y precedentes: la Virgen, sentada en un trono y rodeada de ángeles, sosteniendo en su regazo al Niño Jesús. Tampoco era extraño en la época mostrar el pecho de la Virgen en actitud de amamantar a su Hijo. Entonces, ¿qué tiene de insólito esta pieza que resulta tan inquietante para el espectador?
En primer lugar, la Virgen no está amamantando al Niño, sino que enseña el pecho desnudo al espectador mientras Jesús mira hacia su derecha. El pecho no es el de una nodriza, sino un pecho terso y lleno, de adolescente. La figura es esbelta, con el talle ceñido. Una cierta sensualidad se desprende de la redondez de los hombros, el cuello y la delicada piel de su cuerpo. El vestido es elegante y va peinada a la moda, con media cabeza rapada y los labios pintados. El historiador de arte Johan Huizinga encontró en ella "un soplo de decadente irreligiosidad". Es el retrato de una cortesana.
Agnès Sorel, amada hasta su muerte por Carlos VII, nació en Fromenteau en Touraine hacia 1422 y murió en Anneville (Normandie) en 1450. Hija de Jean Soreau y Catherine de Maignelais, pertenecía a la baja nobleza francesa. Desde niña recibió una esmerada educación y pronto destacó por su curiosidad intelectual, su inteligencia y su belleza. Y sus progenitores debieron pensar que merecía un futuro mejor que envejecer en un pueblo casada con cualquier ilustre campesino de la zona. Así que, siendo todavía muy joven, decidieron enviarla a hacer fortuna como dama de compañía de Isabelle de Lorraine, reina de Sicilia, esposa de René d’Anjou. Quizá en la corte podría enamorar a un gentilhombre y disfrutar de una vida sin estrecheces. Pero Isabelle le ofrece una remuneración tan exigua que, en 1433, con veintiún años, Agnès se siente preparada para abordar mayores empresas y se traslada a la corte francesa. Un año después la encontramos como dama de la reina, María d’Anjou.
Agnès era hermosa y llena de vitalidad, y se hace famosa en la corte, donde pronto se la conocerá como la Bella Agnès. Dicen las crónicas que lucía una hermosa cabellera rubia y sus ojos azules proyectaban una mirada cálida y dulce que contrastaba con la voluptuosidad de su cuerpo.
Chastellain, cronista de corte del duque de Borgoña, cuenta que Agnès Sorel era una mujer bellísima de la que el rey se enamoró en cuanto la vio.
Parece ser que la reina María, no muy agraciada y dedicada por entero a la crianza de sus catorce hijos, sentía una enorme simpatía por Agnès. Cuando los requiebros del rey rebasaron los límites de la cortesía y se adentraron en el terreno de la caza y captura, Agnès acudió a pedir consejo a la reina. María debió de pensar que, ya que no podía contar con la fidelidad de su esposo, por el cual tampoco sentía gran pasión, mejor dejarlo en brazos de una aliada que arriesgarse a encontrarlo en la cama de una posible adversaria. Y les dió su bendición.
Así fue como se labró su fortuna aquella distinguida provinciana, quien, según parece, sintió por Carlos VII un sincero afecto. El papel que le tocó vivir no era extraño en su época, cuando los reyes acostumbraban a visitar las alcobas de las damas de la corte e incluso no tenían reparos en cortejar a las más hermosas plebeyas. Pero, hasta el momento, no se había visto en la corte francesa la oficialización de estas relaciones. A Agnès Sorel le corresponde haber sido la primera amante oficial de un rey francés. La favorita. Incluso se creó un título para ellas: maîtresse en titre.
Ante esta situación, ¿qué papel jugaban las reinas? Como no les quedaba más opción que soportarla, su máxima aspiración era que la favorita no las desbancara en el trono y fuera su aliada ante las intrigas de la corte. Algunas se desquitaban a la muerte de sus esposos, pero mientras tanto convivían con ellas e incluso las admitían como parte de su séquito personal. En muchas ocasiones su papel se limitaba a criar a los príncipes y su poder se circunscribía a ser madre del futuro rey. Porque hasta en los actos de representación más solemnes podían verse desbancadas por la usurpadora. Según relata en sus memorias Enea Silvio Piccolomini, quien más tarde sería el papa Pío II, refiriéndose a Agnès: “A la mesa, en la cama, en el Consejo, ella siempre tenía que estar a su lado.”
Así pues, nos encontramos con Carlos VII enamorado, dispuesto a satisfacer todos los caprichos de su amante. Y Agnès lo desea todo. En pocos meses se convierte en la mejor clienta del célebre Jacques Coeur, mercader internacional y gran joyero del rey, a quien en un año compra joyas por valor de 20.600 escudos, entre ellas el primer diamante tallado que se conoce al día de hoy. Y la llena de títulos nobiliarios: castellana de Loches, señora de Beauté-sur-Marne y condesa de Penthièvre.
Agnès era original y extravagante, y pronto marcó la moda femenina en la corte. Peinaba sus cabellos en pirámides vertiginosas, se paseaba con las colas más largas y suntuosas vistas hasta entonces, sus ropajes estaban profusamente bordados y adornados con martas cibelinas y sus escotes eran tan espectaculares que en una ocasión un obispo se quejó ante el rey "de las aberturas de la delantera, por las que se pueden ver los pechos y los pezones". Su estilo debía de ser tan personal que no es de extrañar que el propio Fouquet, subyugado por su belleza, la representara en el Díptico con un escote tan atrevido. Se dice que en una ocasión apareció a caballo entre los cortesanos en un torneo, ataviada con una armadura de plata adornada con perlas.
Pese a sus extravagancias, la corte la quería. Y la influencia que ejerció sobre el rey resultó beneficiosa para Francia.
El año en que Agnès nació se podía hablar de la existencia de hasta tres Francias: la inglesa, la francesa y la borgoñona. La primera estaba encarnada por Enrique VI, rey de París, reconocido soberano de Francia e Inglaterra; la segunda encabezada por Carlos VII, llamado rey de Bourges por reunir allí una corte paralela a la de París, y apoyado por los nobles de Anjou, Foix, Orleans y Borbón, así como por Saboya, Escocia y Castilla; y la tercera por el ducado de Borgoña, es decir, el este y norte del país, entonces una gran potencia política y económica. Desde 1422 las tres Francias protagonizaban una violenta guerra civil, pues eso fue a la postre la guerra de los Cien Años. Pero mientras Inglaterra mantenía fuerte y controlado su territorio francés, Carlos VII, apático e inepto, permitía a su corte sumirse en el caos y la corrupción. Cuando Orleans, sitiada por los ingleses, estaba a punto de capitular, una joven iluminada procedente de Lorena, llamada Juana de Arco, al mando de un pequeño ejército, logra levantar el asedio devolviendo a los franceses la iniciativa de la guerra. La joven tenía 17 años y ninguna experiencia militar, pero decía haber escuchado las voces de san Miguel y santa Catalina exhortándola a expulsar a los ingleses de Francia. Su aparición en escena sólo se comprende por el clima de desesperación que vivía el mundo campesino francés a causa de los desastres de la guerra. Era este un caldo de cultivo perfecto para la exacerbación de los sentimientos patriótico-místicos. Superado el mito de la invencibilidad inglesa se sucedieron las victorias y Carlos VII fue coronado rey en Reims en presencia de una Juana feliz. Pero las envidias cortesanas, la falta de recursos, la voluntad de consolidar las posiciones conquistadas y su sempiterna debilidad decidieron al rey a postergar nuevas batallas y, sin los apoyos militares adecuados, Juana fue derrotada y apresada por los ingleses en 1430. Tras un proceso vergonzoso, fue quemada en la plaza del mercado de Rouen, ante la total indiferencia del monarca.
Sólo tres años después se incorporaría Agnès a la corte. Se impuso la tarea de rescatar a su amante de la abulia, instándole a poner en orden las finanzas del reino y recobrar para los franceses Guyana y Normandía. Y logró reactivar una guerra que concluiría con la expulsión definitiva de los ingleses en 1453.
Pero también tuvo detractores. Los moralistas Thomas Basin o Juvénal des Ursins la hacen responsable del despertar sexual del rey, juzgan severamente su libertad de costumbres, acusándola de convertir a un rey casto en un libertino enteramente entregado a los placeres de la carne.
Con todo, su enemigo más peligroso fue el delfín, el futuro Luis XI. Se sabe que el príncipe intentó durante algunos meses congraciarse con Agnès, ofreciéndole valiosos regalos, hasta que un día, no soportando más la humillación que le producía la devoción de su padre hacia la joven y responsabilizándola de la postergación de la reina, deja estallar su cólera y la persigue espada en mano por el palacio real. Para salvar su vida, Agnès corre a refugiarse en la cámara del rey. Carlos VII, indignado por tamaña tropelía, expulsa a su hijo de la corte y le envía a gobernar el Dauphiné.
Esta anécdota tendrá terribles consecuencias para la favorita. Estando el rey luchando contra los ingleses, en pleno invierno, acuerdan reunirse en Jumièges, cerca de Rouen. Agnès emprende el viaje embarazada de seis meses y sufre una disentería que acaba con su vida en poco tiempo. Tiene veintiocho años. El rey sospecha que ha sido víctima de un envenenamiento y en primera instancia acusa al joyero Jacques Coeur, pero pronto las sospechas recaen sobre el delfín. La muerte de la favorita quedará impune.
Muy interesante el post. Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarMuchas gracias, David. Ahora lo tenemos en El Prado como obra invitada. Una oportunidad única para poder disfrutarla. Un abrazo
EliminarNo, si al final vas a conseguir que nos dejemos caer por ahi. La historia interesantisima, es una parte de la historia de Francia sobre la que me interesé en su momento. El cuadro me ha dejado boquiabierto. Gracias por darnoslo a conocer, maestra.
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