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martes, 13 de abril de 2010
Una mujer del norte
Coincido con ella siempre que me inclino por esa cafetería cuando salgo del gimnasio, en menoscabo del mesón de la plaza a donde habitualmente me dirijo, periódico en ristre, dispuesta a disfrutar de una deliciosa hora de paz, café y noticias (pésimas, habitualmente) mientras se van relajando mis doloridos músculos. Suelo optar por la cafetería en cuestión cuando tengo menos tiempo disponible o me resulta irresistible la tentación de acompañar el café con una porra, que allí ofrecen calentitas y crujientes.
Llega algo después que yo y se sienta muy cerca, en un taburete ridículamente bajito frente a una suerte de mostrador colocado en paralelo a la barra del bar. Es una cafetería atroz, llena de humo, dónde los camareros gritan la comanda a un compañero que no dista más de metro y medio, elevando la voz por encima del estruendo de las máquinas tragaperras y la televisión, conectada a todo volumen. Los parroquianos suelen ser vocigerantes grupos de oficinistas, amas de casa con el carro de la compra, jubilados armados de periódico y puro y ese tipo de español medio que puede ser carpintero o taxista, cuyo prominente y peludo vientre asoma entre botón y botón de una camisa a punto de estallar, malencarado y bravucón, que con gesto chulesco lanza su proclama sobre futbol, política o economía, por poner un ejemplo, a quién se le ponga por delante, mientras se mete un par de copas de orujo o coñac entre pecho y espalda.
Allí trato de aislarme y leer, con irregular fortuna. Y llega ella. Alta, delgada, pelo corto blanco y ondulado, rostro agradable, algo caballuno: quijada definida, nariz larga, ojos grandes y hundidos, mentón firme y boca de labios largos y finos. Le calculo unos setenta años. Viste pantalón de pernera recta, de franela, pana lisa o fina lana en tonos oscuros, jersey de cuello alto con un pañuelo al cuello, zapatos planos de cordones con suela de goma y un chaquetón corto de moutón. Es sin duda una mujer del norte. Le envuelve un cierto aire aristocrático. La imagino entrando en sus caballerizas cerca de Edimburgo, golpeando las botas de montar con la fusta, la chaquetilla y la gorra húmedas de llovizna.
Me da los buenos días con una media sonrisa y hojea el ABC mientras bebe su café a pequeños sorbos. Cuando lo termina, enciende un cigarrillo. Lo hace lentamente, con mimo: lo sujeta con la punta de dos dedos finos, de uñas cuadradas, muy cerca del filtro, y le da pequeñas caladas, exhalando el humo con concentración y un punto de solemnidad. Un gesto de una sensualidad sorprendente proveniente de alguien de sus años.
Esta mañana había vuelto a concentrarme en mi lectura cuando escuché una voz femenina, transparente, dulcísima, elevarse sobre el estruendo, cantando. Fueron unas pocas notas. La miré. Estaba concentrada en alguna ensoñación, muy lejos de allí. Sonreía al cantar. De repente se calló y siguió leyendo.
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Palabras que abren la puerta a la imaginación y crean un retrato convincente. Frases que como las capas de un programa de retoque fotográfico, revelan cada vez con más detalle al retratado... y al fotógrafo.
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