en fin, yo, que miro con atención y asombro, finalmente me siento entre dos entes de esos como yo, y me sumerjo en el viaje que es este libro.
Por los pasillos (del metro) pienso en lo viril e infantil de los hombres calvos, en que no me atraen demasiado porque esa calva me recuerda al infante a punto de entregarse al deglutir de un pecho redondo.
Pero no. Estoy en la cola del pasaporte, una habitación cerrada a excepción de una desproporcionada puerta de dos hojas y unas ventanas a mi espalda que se sienten desafortunadas, cara a la luz y contra el mundo. Esa luz vegetativa entra tamizada por la estancia.
Una niña que habla español a duras penas, una morena explicándole a un teléfono móvil todo el trajín papelerístico, dos funcionarias pacientes y correctas frente a nosotros, los que esperan.
Y todo pasa muy rápido: le atienden, me atienden, pongo huella, ay no perdona, la derecha, la otra, piden dinero, salgo al cajero de la calle, el sol, vuelvo pago me lo dan y me marcho. Joder. ¿Será que ya estoy de vacaciones? El sistema capitalista, con sus prisas, no veas si funciona.
Y yo sin leer a la Duras.
María de Santiago
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