No tuve oportunidad de ver la exposición que, hace doce años, recién inaugurado el Museo Geggenheim, realizó en sus salas el escultor americano Robert Rauschenberg. Imagino que entonces se habría sumado a la impresión y perplejidad que su obra sin duda me produciría la sorpresa y fascinación de mi descubrimiento del museo en sí. Ahora, doce años después, me enfrento con esta obra singular que en su momento revolucionó el concepto de arte, trastocó valores y dejó a los críticos sin calificativos. Ahora, cuando ya la evolución del arte absorvió e hizo suyos sus planteamientos, cuando ya prácticamente nadie se hace cruces ante sus montajes, quizá sea el momento de contemplarlos con calma.
En esta ocasión se muestran un conjunto de piezas que el escultor creó movido por el impacto de los restos que dejaban los excedentes petrolíferos en su ciudad natal. Las piezas de la serie Gluts, que ahora se muestran, están formadas por ensamblajes metálicos de piezas de desguace, ya sean señales de tráfico, bicicletas rotas, trozos de chapa de automóviles, correas, cadenas, ventiladores.... Rauschenberg recorre las chatarrerías y compra cualquier objeto que llama su atención. Luego, en su taller, ensambla, encaja, juega con ellas y crea algo diferente, algo que existe e interpela al espectador.
Esta obra es claramente inclasificable. Primero los críticos, estupefactos pero conscientes de que tenían ante sí algo valioso y diferente, lo calificaron como neodadaista. Luego, la utilización de objetos de la vida cotidiana y de la comunicación, como las señales de tráfico, les inclinaron a conceptuarla como arte pop. Pero Rauschenberg es un artista versatil y siempre se escabulle.
Quizá esa clasificación resulte útil para críticos e historiadores del arte; para nosotros, espectadores, lo importante es el impacto que una obra nos produce, lo que nos hace sentir, reflexionar, imaginar; lo que nos cuestiona, lo que nos zahiere.
Los Gluts han estado expuestos hasta hace unos días en varias salas del Museo Guggeinheim. Mi primera reacción, al descubrirlos, fue de extrañeza, más tarde de curiosidad y luego de interés. Me concedí un tiempo ante cada pieza. Indagué dentro de mi, quise leer cada una y saber de qué me hablaba. Y ahí comenzó todo. Algunas me hicieron reir, no me parecían más que juegos, guiños. Otras cobraban nuevas dimensiones, a partir de la pobreza y tosquedad de los materiales con los que estaban hechos se convertían en nuevos objetos con significaciones diferentes.
Esta pieza es poco más que dos puertas rojas y una chapa azul ensambladas a una lámina blanca de metal ondulado. Sin embargo en la sala, desde cierta distancia, ví a una niña morena, de pelo largo, con un vestido azul, al lado de una puerta roja. La sombra de la chapa en la lámina blanca dibujada sus piernas y les daba volumen.
Rauschenberg amaba el espacio, modularlo, manejar los ambientes, de forma que el teatro no podía serle indiferente. Trabajó realizando escenografías para Merce Cunningham, Paul Taylor, Viola Farber y para el Judson Dance Theatre.
Se puede llamar a esto belleza? No lo sé, pero a mi me conmociona como si lo fuera.
Lo es.
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