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sábado, 11 de septiembre de 2010
Mujeres encontradas. Fernando Beltrán
A Fernando Beltrán, poeta, inventor de palabras, amigo, las cosas, los objetos vulgares, parecen abrirse en canal bajo su mirada y mostrarle sus secretos ocultos, aquello que está vedado a los ojos de los demás. Lo constatas no solo cuando lees sus textos, también cuando le escuchas. Él cuenta con naturalidad esas experiencias cotidianas nimias, insignificantes para el común de los mortales, que sin embargo se tornan extraordinarias porque es él quién las vive. Una mujer cargada con la compra, una jovencita hablando por el móvil, alguien peinándose ante un escaparate se desdoblan y ya son algo más, una llave hacia un mundo de múltiples significados. Y después, esa capacidad de crear belleza. Su reino son las palabras: El nombre de las cosas.
Horquillas retorcidas, alambres que encontró por la calle y que ante sus ojos se tornaron mujeres, dieron lugar a un libro y a una exposición. Una fotografía del objeto, un texto. El libro lleva por título Mujeres encontradas. Hoy os dejo con La escritora:
Cuerpo estancado, cabeza desbocada, y ambos al final desembocando en la disciplina laboral más cruel que he conocido nunca. Formal hasta el gris perla. Como todos los que trabajan con la joya de la imaginación y habitan sin embargo cada día la cuadriculada bisutería del folio.
Tantas horas al día sentada frente a la tuerca feraz de las palabras hasta acabar amándolas y detestándolas por igual, llegando incluso a decirme al rato de conocernos que ella no podría estar nunca en la intimidad con otro escritor, no lo soportaría. Con escribir yo tengo bastante... Palabras que resultaron fatalmente prematuras, como ocurre en el amor con casi todas.
Los poetas no sois escritores, me dijo de pronto horas después... Vuestra mirada es distinta, vuestros pasos también, llegais a las cosas por caminos diferentes. Me invitó a subir a su casa...
Pensé al principio en escalar por la fachada, pero me dejé alzar finalmente con ella en el ascensor. Desapareció luego y apareció al poco desnuda y deshuesada, sin darme tiempo siquiera a decirle que eso jamás debía hacerlo con un poeta.
Esos seres que no saben amar sin complicarse antes la vida con un broche, o quedar atrapados en el torpe ascensor de una simple cremallera.
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