

Esta es, en palabras de su director, una Flauta mágica "lejos de lo esperado, desprovista de la gran armadura de efectos escénicos y el solemne y pesado simbolismo. En su lugar, el público encontrará a un joven Mozart rodeado de un igualmente joven y talentoso reparto de cantantes y músicos preparados, como el compositor, para improvisar, transponer, explorar nuevos colores y hacer malabarismos con las formas".
En el escenario, un piano y unos tallos de bambú que los actores van moviendo según requiere la escena, dibujando distintos escenarios: habitaciones, bosques, celdas, templos, montañas... No se necesita más para recrear un espacio, la imaginación del espectador hace el resto. Y nada distrae de lo sustancial. Un magnífico grupo de cantantes/actores jóvenes que bordan su papel, con naturalidad y convicción, sin extralimitarse ni caer en el hieratismo que a menudo ataca a los cantantes de ópera. Incluso se reservan un espacio para la improvisación. Unos actores magnéticos, que establecen inmediatamente una relación de complicidad con el público. Muy alejado de la solemnidad y el distanciamiento de la ópera convencional, el público se siente invitado a mostrar sus sentimientos libremente: las carcajadas de una chica sentada a mi lado, cuando la escena despertaba hilaridad, me sonó a música celestial. Por cierto, no vi una butaca libre, y la totalidad del aforo, excepto algunas excepciones entre las que me encuentro, era gente joven. Quién dice que a los jóvenes no les interesa la ópera?. Quizá la causa por la que el Teatro Real y su temporada de ópera esté casi monopolizado por mayores sea el precio de las entradas y los montajes un tanto faltos de imaginación. Más ligereza y menor precio, y la ópera se convertirá en un fenómeno de masas. Con el consiguiente horror de algunos, imagino.

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