Y el azar, y la generosidad de los amigos, me instala en la Calle de la Soledad, mi calle, junto a la pequeña y deliciosa capilla con la que arranca, donde siempre encuentro un rato de paz mientras escucho a Vivaldi, a Bach, a Scarlatti. Pese a mi escasa religiosidad, adoro este lugar.
A primera hora de la mañana, cuando abro la ventana y entran en tropel los graznidos de las gaviotas, el olor a pescado y a sal, la caricia húmeda de mi tierra, me encuentro a esta visitante caminando muy digna hacia la esquina. Cuando desaparece de mi vista, cambio de ventana y la veo dirigirse muy decidida hacia la pescadería de Rosi. Y allí aguarda en la puerta hasta que la mujer la obsequia con cualquier desecho. Así un día y otro. La observo mientras desayuno. ¿Será la misma que hacía lo propio el verano pasado? No le asusta la gente. Si viene alguien, se aparta ligeramente sin perder la compostura y retoma su puesto en cuanto el inoportuno se aleja.
Toda España hierve de calor y en mi tierra se duerme con edredón. Delicioso. Uno de los mayores placeres del mundo es bañarse en el Cantábrico envuelta en niebla. Si no lo habéis probado, no lo olvidéis. Esto es el paraíso.
Gracias, Sol, por tanta belleza y por tus entregas generosas. Ese vuelta al origen, como al útero, esa es la tierra que nos acogió al nacer y se lleva en la sangre como la herencia genética.
ResponderEliminarBesos y que siga tu disfrute y tu reencuentro, tan feliz.
Celia Romero
Te envío todos los míos, preciosa. Te escribiré pronto.
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