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sábado, 3 de agosto de 2013

"La incultura democrática", por Josep Ramoneda

El deterioro de las instituciones públicas surgidas de la Transición es tan manifiesto que ya casi nadie lo pone en duda, excepto sus principales beneficiarios: los dirigentes de los grandes partidos, que se niegan a reformarlas. Pero entre las causas hay una que a menudo se olvida: el enorme déficit de cultura democrática que acumula este país. Es actualidad el caso del presidente del Constitucional, Francisco Pérez de los Cobos. Se ha sabido que ocultó deliberadamente un dato relevante para su idoneidad para el cargo que ocupa: su militancia en el PP. Y sigue en su puesto. Mientras un engaño como este no comporte una dimisión automática, no se podrá decir que España es una democracia homologada. Seguir en un puesto al que se ha llegado mediante una omisión consciente de una información importante es incompatible con la cultura democrática. Más si el cargo en cuestión requiere las máximas garantías de autonomía de criterio e independencia política. Solo desde la mentalidad autoritaria de los que creen que su persona está por encima de las leyes y de los cargos que ocupan, se puede eludir la dimisión.
Por eso es grave que el presidente del Gobierno defienda a Pérez de los Cobos. Dice Rajoy que la renovación del Constitucional se hizo en tiempo y forma. En tiempo, es falso: todo el mundo sabe que el PP la estuvo retrasando tres años para conseguir una mayoría favorable. Las formas: ya estaban viciadas por el marchamo político de varios de los elegidos, pero se perdieron definitivamente con la descarada ocultación de la militancia del presidente. Rajoy conocía perfectamente su vinculación al partido.
Al inicio de la Transición, después de 40 años de dictadura, la cultura democrática iba escasa en este país. La resistencia activa siempre fue minoritaria y la clandestinidad no es precisamente una escuela de usos democráticos. Al construir el nuevo régimen pesó más la obsesión por la estabilidad que la preocupación por crear la cultura democrática que no existía. El resultado es un régimen cada vez más cerrado y opaco. Han sido muchas décadas de desactivación del espíritu democrático, como si el papel de los ciudadanos quedase reducido a votar un Gobierno cada cuatro años y a resignarse a que ejerza con toda impunidad. El déficit democrático se ha agravado desde que el PP regresó al poder, con un presidente que rehuye de modo sistemático el debate político, que es la base de la democracia. En el principio está la palabra.
La democracia es deliberación y opinión pública, y el presidente Rajoy evita en lo que puede las comparecencias parlamentarias y los encuentros con la prensa. Ha sido necesario que la oposición amenazara con una moción de censura y que la prensa internacional expresara su estupefacción ante los silencios del presidente, para que este haya claudicado y se haya decidido a cumplir con su elemental responsabilidad: dar explicaciones a la ciudadanía por unos hechos de corrupción en el PP que ocurrieron siendo él responsable principal del partido. ¿Es posible que un presidente no sea consciente de las responsabilidades contraídas? Rajoy casi siempre que ha hablado con la prensa ha sido con mandatarios internacionales al lado. Las ruedas de prensa posteriores a las reuniones de Estado son un hábito establecido que el presidente no ha podido eludir. Nunca encuentra el momento de dar respuesta a las inquietudes de la ciudadanía.
Pero este desprecio por el debate público, este desdén por los ciudadanos, de los que solo se acuerda para decir que le dieron mayoría absoluta, es expresión de una manera de entender el ejercicio del poder: el autoritarismo posdemocrático, que comporta una politización deliberada de todos los poderes del Estado. El uso sistemático del Tribunal Constitucional, durante los años de oposición a Zapatero, como una tercera cámara legislativa, donde ganar lo que el PP perdía en el Parlamento, es un ejemplo de ello. Y no hay señal de rectificación: ahora mismo, Rajoy no tiene otra respuesta a un problema político como es el independentismo catalán que transferirlo al poder judicial. La judicialización permanente de la vida pública, que empezó en el tardofelipismo, es una de los graves problemas de la democracia española, con serios efectos de erosión para la justicia.

En cualquier caso, esta idea patrimonial, tan poco democrática, del poder y de la política es un caldo de cultivo extraordinario para la corrupción, que es a la vez efecto y retroalimentación del déficit democrático de este país. Y que contamina el sistema de arriba abajo. Sin embargo, el Gobierno sigue sin una sola reforma institucional que represente una real redistribución del poder. Así se contribuye a que el deterioro institucional continúe.

Josep Ramoneda, diario El País, 26 de julio de 2013

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