El deterioro de las instituciones públicas surgidas de la
Transición es tan manifiesto que ya casi nadie lo pone en duda, excepto sus
principales beneficiarios: los dirigentes de los grandes partidos, que se
niegan a reformarlas. Pero entre las causas hay una que a menudo se olvida: el
enorme déficit de cultura democrática que acumula este país. Es actualidad el
caso del presidente del Constitucional, Francisco Pérez de los Cobos. Se ha
sabido que ocultó deliberadamente un dato relevante para su idoneidad para el
cargo que ocupa: su militancia en el PP. Y sigue en su puesto. Mientras un
engaño como este no comporte una dimisión automática, no se podrá decir que
España es una democracia homologada. Seguir en un puesto al que se ha llegado
mediante una omisión consciente de una información importante es incompatible
con la cultura democrática. Más si el cargo en cuestión requiere las máximas
garantías de autonomía de criterio e independencia política. Solo desde la
mentalidad autoritaria de los que creen que su persona está por encima de las
leyes y de los cargos que ocupan, se puede eludir la dimisión.
Por eso es grave que el presidente del Gobierno defienda a
Pérez de los Cobos. Dice Rajoy que la renovación del Constitucional se hizo en
tiempo y forma. En tiempo, es falso: todo el mundo sabe que el PP la estuvo
retrasando tres años para conseguir una mayoría favorable. Las formas: ya
estaban viciadas por el marchamo político de varios de los elegidos, pero se
perdieron definitivamente con la descarada ocultación de la militancia del
presidente. Rajoy conocía perfectamente su vinculación al partido.
Al inicio de la Transición, después de 40 años de dictadura,
la cultura democrática iba escasa en este país. La resistencia activa siempre
fue minoritaria y la clandestinidad no es precisamente una escuela de usos
democráticos. Al construir el nuevo régimen pesó más la obsesión por la
estabilidad que la preocupación por crear la cultura democrática que no
existía. El resultado es un régimen cada vez más cerrado y opaco. Han sido
muchas décadas de desactivación del espíritu democrático, como si el papel de
los ciudadanos quedase reducido a votar un Gobierno cada cuatro años y a
resignarse a que ejerza con toda impunidad. El déficit democrático se ha
agravado desde que el PP regresó al poder, con un presidente que rehuye de modo
sistemático el debate político, que es la base de la democracia. En el
principio está la palabra.
La democracia es deliberación y opinión pública, y el
presidente Rajoy evita en lo que puede las comparecencias parlamentarias y los
encuentros con la prensa. Ha sido necesario que la oposición amenazara con una
moción de censura y que la prensa internacional expresara su estupefacción ante
los silencios del presidente, para que este haya claudicado y se haya decidido
a cumplir con su elemental responsabilidad: dar explicaciones a la ciudadanía
por unos hechos de corrupción en el PP que ocurrieron siendo él responsable
principal del partido. ¿Es posible que un presidente no sea consciente de las
responsabilidades contraídas? Rajoy casi siempre que ha hablado con la prensa
ha sido con mandatarios internacionales al lado. Las ruedas de prensa
posteriores a las reuniones de Estado son un hábito establecido que el
presidente no ha podido eludir. Nunca encuentra el momento de dar respuesta a
las inquietudes de la ciudadanía.
Pero este desprecio por el debate público, este desdén por
los ciudadanos, de los que solo se acuerda para decir que le dieron mayoría
absoluta, es expresión de una manera de entender el ejercicio del poder: el
autoritarismo posdemocrático, que comporta una politización deliberada de todos
los poderes del Estado. El uso sistemático del Tribunal Constitucional, durante
los años de oposición a Zapatero, como una tercera cámara legislativa, donde
ganar lo que el PP perdía en el Parlamento, es un ejemplo de ello. Y no hay
señal de rectificación: ahora mismo, Rajoy no tiene otra respuesta a un
problema político como es el independentismo catalán que transferirlo al poder judicial.
La judicialización permanente de la vida pública, que empezó en el
tardofelipismo, es una de los graves problemas de la democracia española, con
serios efectos de erosión para la justicia.
En cualquier caso, esta idea patrimonial, tan poco democrática,
del poder y de la política es un caldo de cultivo extraordinario para la
corrupción, que es a la vez efecto y retroalimentación del déficit democrático
de este país. Y que contamina el sistema de arriba abajo. Sin embargo, el
Gobierno sigue sin una sola reforma institucional que represente una real
redistribución del poder. Así se contribuye a que el deterioro institucional
continúe.
Josep Ramoneda, diario El País, 26 de julio de 2013
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