En otras épocas, las personas de inclinaciones progresistas
gastaban tremendas energías intelectuales en adiestrarse en la sospecha, en
buscarle las vueltas sucias a las estrategias del poder, queriendo
desenmascarar los intereses ocultos que actuaban detrás de apariencias
intachables. Todo ese esfuerzo se ha vuelto superfluo. No hay nada que
desenmascarar porque nadie pierde el tiempo ya en disimulos superfluos.
Ladrones confesos de miles de millones de euros salen a la calle por esa otra
célebre puerta por la que decían antes que escapaban al castigo los chorizos de
medio pelo. Y si son condenados tampoco hay que alarmarse: vendrá un indulto
oportuno, un tercer grado benévolo, porque en la cárcel sólo se quedan los
pobres. Y nunca faltarán leales que reciban al ladrón liberado como un mártir
de la causa, o de la patria. La llegada del verano no ha menguado el flujo de
la desvergüenza pública. Patriotas catalanes con una nómina de ladrones en sus
filas ponían cara de integridad herida al exigir responsabilidades por los
suyos al partido del Gobierno central. Los mismos que bloqueaban la aparición
del presidente del Gobierno en el Parlamento español exigían investigaciones
parlamentarias sobre la corrupción en el Parlamento andaluz. Dice Pascal que la
noción de verdad o justicia cambia según el lado del río fronterizo en el que
uno se encuentre. Los corruptos de un lado señalan acusadoramente a los
ladrones del otro, y ya ni se fijan en que en el calor teatral de sus
aspavientos todos muestran por igual semejantes vergüenzas.
Ya todo está a la vista. El ex ministro de Industria se
coloca estupendamente en una de las opulentas empresas a las que benefició con
ejemplar descaro cuando ejercía su cargo. Los mismos políticos madrileños que
dedicaron sus mandatos a sabotear la sanidad pública cobran sin disimulo de las
empresas que saquearán los despojos de la privatización. Nada menos que el
presidente del Tribunal Constitucional es militante de cuota del partido que lo
ha nombrado. Y no creo que haya en Europa otro ejemplo de un gobierno que
dedica sus esfuerzos coordinados a desproteger el patrimonio y destruir
precisamente aquellas riquezas educativas, empresariales, culturales y
científicas que más podrían ayudarnos a corregir los errores económicos que nos
han llevado al desastre. El sonriente ministro de Educación presenta una
reforma que agravará la ignorancia, y que al reducir casi hasta la extinción
las humanidades, señaladamente la ética y la historia de la filosofía, servirá
para que cada vez haya menos ciudadanos críticos y más súbditos. Reduciendo
ayudas al estudio y al mismo tiempo exigiendo másteres de pago se privatiza de
hecho la enseñanza universitaria y se establecen diferencias en gran medida
irreparables entre quienes carecen de medios y quienes pueden costearse las
credenciales carísimas que facilitan el acceso a buenos puestos de trabajo. Las
autoridades culturales y económicas se alían con éxito para estrangular del
todo el teatro y el cine y perjudicar en lo posible una de las pocas industrias
internacionales y competitivas que tenemos, que es la editorial. Y paso a paso
se asfixia nada menos que uno de los logros más incontestables, más fértiles,
más vitales de la democracia, el tejido de la investigación científica, que
junto al patrimonio histórico y las industrias educativas y culturales
—incluido el valor económico de la enseñanza del español— era lo más sólido y
lo más prometedor que teníamos, nuestra mejor esperanza de una economía que no
se basara tan calamitosamente como hasta ahora en la especulación inmobiliaria,
y el turismo de masas.
(...)
Para esto hemos quedado. Los que puedan pagárselo aprenderán
idiomas sin acento y obtendrán títulos en universidades y escuelas de negocios
que les aseguren su posición de privilegio. Los que tengan talento pero
carezcan de medios deberán aguantarse o irse. Gracias a la desprotección de los
pocos tramos de costa todavía no arrasados más pronto o más temprano volverá a
haber algunos empleos en la construcción, y, al menos mientras no acaben las
convulsiones en los países musulmanes del Mediterráneo, seguirá habiendo
trabajo temporal y no cualificado en la hostelería turística. Una nueva
economía del conocimiento empezará a florecer pronto en las afueras de
Alcorcón, en un ámbito laboral libre de molestias sindicales y hasta de leyes
contra el tabaco: albañiles, camareros, croupieres, animadoras y guardas de
seguridad de clubes de alterne, porteros de discoteca.
La verdad es que a ninguno de ellos le hará falta haber
estudiado ética, ni historia de la filosofía. Ni literatura, ni física, ni
geografía, ni ortografía…"
Antonio Muñoz Molina, diario El País, 31 de julio de 2013.
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