Entre Uvieo y Xixón, en coche por la autopista, vi esta mañana las montañas blancas; casi puedo transformar lo que vi en sentimiento, en experiencia no por fingida menos vivida: algo tiene la escritura, estas manchas negras de tinta sobre el papel blanco, de nieve encendida, de memoria recobrada a voluntad que cae incandescente y de repente se deshace en las manos de un niño. Yo vi las montañas transformarse en un milagro de frío y altura; sobre el parabrisas, también, los copos de nieve deshaciéndose. Me imaginé que estaba allí, en aquella altura, y que el mundo estaba sometido por ese silencio de la nieve cayendo, como en el libro de Joyce, sobre los vivos y los muertos. La nieve es un camino abierto que lleva siempre a casa.
He de escribir, no sé por qué, unas líneas sobre Francisco Umbral, pero tengo lejos mi biblioteca y he de recurrir a mi memoria. Aquel día también nevaba y debe de ser por eso. Yo había visto, en el quiosco, una novela: Las ninfas; en la escuela, nos advirtieron contra su lectura. Era lo que faltaba, era lo que nos faltaba. No sé si don Emilio, el padre escolapio que veía en aquel libro un signo inequívoco del fin del mundo, tenía sobre él prevenciones morales o simplemente se dejaba escandalizar por la sugerencia del título. Era una persona leída que nos recomendaba, cada dos días, al primer y último Azorín.
–El del medio, no lo duden, sáltenselo –aclaraba acariciando una regla de metro y veinte, haciéndola palmear de repente sobre su mano.
Yo tenía once años, quizás doce para trece, no lo recuerdo: si el buen padre no me llega a avisar, ¿habría yo sisado del bolso de mi madre la sesenta pesetas –un capital—que costaba el libro? Lo señalé avergonzado en el mostrador del quiosco, pero el librero pensó tal vez que era para mis padres. La púdica portada negra de la portada, con su áncora y delfín, contrastaban con aquellas palabras, Las ninfas, que eran las que a mí me quemaban la conciencia. Había robado a mi madre, había comprado un libro pornográfico, había llevado la contraria al padre Emilio, que nos hablaba maravillas de su Valencia natal y a que a veces se soltaba en su acento en catalán para demostrarnos que el mundo era mucho más complejo. La noción del pecado, por aquel entonces, era algo tan real como sólido. Guardé el libro en mi trenca. Eché a andar camino de mi casa y empezó a nevar.
Un libro siempre es un documento de civilización. Ahora pienso que aquel quiosquero era un heraldo de la Transición, alguien partidario de que se prohibiera prohibir. Leí aquellas páginas hasta la extenuación, cayendo de bruces sobre una vida que ni sospechaba pudiese reflejar la mía. No creo que, por aquel entonces, entendiese demasiado lo que decía el libro, que para mi disgusto inicial poco o nada tenía de pornográfico, pero sí de turbador; fue una de las primeras migas de pan de ese cuento de Pulgarcito que es la Literatura. Ya saben: una familia numerosa vive en el límite de un bosque. Los padres están angustiados porque no tienen con qué mantener a sus hijos y deciden abandonar al más pequeño, Pulgarcito, en el centro del bosque donde lo devorarán las fieras. Pero el niño, que además de diminuto es muy precavido, se lleva libros que va leyendo y va abandonando por el camino señalando el camino por si algún día ha de volver.
A veces, Pulgarcito, se acuerda de algunos libros que dejó por el camino. Por ejemplo, aquel que se titulaba Las Ninfas y que tuvo la oportunidad agradecerle en persona a su autor, muchísimos años después, a la salida de una conferencia en Uvieo de Tribuna Ciudadana. Nunca olvidaré, sin embargo, el día de mi primer lñbro comprado: el mundo se iluminaba apenas con electricidad de 125 voltios y la noche, de repente, adquirió otra luminosidad. La nieve caía sobre Ciudad Naranco.
También hoy amenaza caer la levedad de la nieve. Tras las ventanas advierto signos de que chispea y no. Leo, mientras tanto, Flying at Night de Ted Kooser. Estoy seguro de que este poema, “Escogiendo a una lectora”, no le desagradaría del todo a Francisco Umbral:
Lo primero de todo, tiene que ser bella
y encaminarse lentamente hacia el estante
donde mi libro sueña sus dedos sobre sus páginas.
No ha tenido tiempo para lavarse el cabello
y de vez en cuando lo aparta sobre su nuca
recordando algo importante. Ha de vestir
una gabardina suficientemente vieja y sucia
porque no ha tenido dinero para llevarla a la tintorería.
Llegará donde sueña mi libro, se pondrá las gafas,
y hojeará mis poemas prevenida pues ya sabe
que es más fácil enunciar la maravilla que crearla.
Se dirá a sí misma: “Por este dinero
puedo ir a la peluquería o comprarme una gabardina nueva”;
y sin embargo cogerá mi libro, acariciándolo.
Otro delicioso relato de Xuan Bello, que robo de su página web.
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