Desde mi casa, en Oviedo, veo la ladera nevada del Aramo, al fondo, y la dulzura de los prados en la falda del Naranco. Pero necesito hundir mis pies en la tierra. Las Caldas es un pueblo muy cercano a Oviedo al que he venido con una u otra excusa docenas de veces. Un lugar lleno de recuerdos, donde he vivido momentos mágicos imposibles de olvidar.
El pueblo es una delicia: unas cuantas casas en la plaza, algunas otras en la carretera, casas de labor por las caleyas y algunos chalets espantosos de ovetenses (odio estas construcciones horteras que destruyen el paisaje; creo que saliendo de las ciudades lo único admisible son casas de estilo asturiano), gracias a Dios los menos. Y dos peculiaridades: un balneario de 1776, que os muestro en las fotos, y un castillo del que os hablaré más adelante.
Hoy este balneario de aguas termales es un hotel de cinco estrellas, pero hasta hace relativamente poco era un lugar romántico y decadente, semiabandonado, que le daba al pueblo un aire señorial y nostálgico que me encantaba. No quiero decir con eso que no me alegre de que haya sido restaurado y reutilizado; imagino que beneficiará al pueblo y evitará su deterioro pero, para mí, ha perdido parte de su magia.
Los jardines se extienden por la parte posterior del edificio, un lugar delicioso por el que pasear. Bien merecen otra entrada.
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