Entre el Paseo de los Olivos y la Glorieta de los Tilos, en la zona nororiental del Jardín Botánico, se encuentra mi rincón predilecto, en el que recalo siempre al concluir mi paseo y con el que abro este comentario. Ya os lo había mostrado en una entrada anterior. Al fondo, el banco donde me siento a leer, a pensar en las musarañas o, simplemente, a sentir el tiempo pasar. En primavera y en verano los enormes árboles que rodean esta pequeña gloriera forman una pantalla que te aisla, y me siento en una suerte de útero fresco y oloroso, un escondite donde nada me alcanza.
En el centro de la glorieta se levanta una escultura representando a una niña con una flor en las manos, obra de Julio López Hernández, sobre un basamento diseñado por el arquitecto Antonio Fernández Alba, que conmemora la integración del Jardín Botánico en la red mundial de "Jardines por la paz". Me distraigo un rato observando el juego de sombras que los árboles proyectan sobre el monumento cuando descubro a una mujer joven durmiendo en un banco próximo, la cabeza apoyada sobre un libro. Qué envidia, poder abandonarse así, confiadamente, adormecerse sintiendo la brisa en la cara, tan lejos de todo.
Paseo sin rumbo, olfateo el aire, me embriagan los olores, la sensualidad de esta primavera. Aquí me siento algo más cerca de la tierra y eso me produce una enorme alegría. En un rincón aún sobreviven, radiantes, unas amapolas, una flor que adoro. El Jardín está casi desierto, solo escucho a los pájaros piar enloquecidos.
Hay una zona que me gusta especialmente, la dedicada a las plantas aromáticas, que logran crear una burbuja de olores intensísimos. Margaritas de manzanilla, mejorana, toronjil de limón, espliego, romero, tomillo, hierbaluisa, perpetua, chalote, abrótano ... preciosos nombres para estas humildes y fragantes plantas, como la salvia que os muestro bajo estas líneas. Sin que me vean froto en ellas las manos y las huelo. Huele dulce.
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