En esta ocasión, una tarde de lluvia y viento más propia del invierno que de la avanzada primavera en la que estamos, voy a la playa de Salinas, el pueblo de los veranos de mi infancia, con su interminable playa y las olas batiéndose contra la Peñona. Fotografío el mar mientras la lluvia me araña la cara y el viento me empuja.
Primavera en blanco y negro. Hay un puente colgante que une la línea de la costa con la Peñona, en el que ahora se dibujan contra el gris del cielo tres figuras. Me recorre un escalofrío. Recuerdo, siendo niña, atravesar ese puente con mis hermanas, acompañadas de una persona mayor (no recuerdo quién) y como se cimbreaba bajo nuestros pies, el mar batiendo debajo. Y la historia que entonces nos contaron, una gitana que se acercó allí una noche de tormenta y tiró al mar a tres de sus hijos pequeños, un cuento que me hizo tener pesadillas durante muchas noches de mi niñez.
Casi empapada vuelvo al café con forma de pecera que se asoma a la playa, y tras los grandes ventanales, protegida, contemplo mi mar bronco, casi blanco de espuma, batir y batir la playa. No me canso de verlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario