"Aún un tanto aturdida por el golpe de sol que recibió al salir de la Chiesa di Sant'Anastasia, de Verona, la joven artista, con el sabroso regusto en el paladar de un delicioso corneto de nocciola y amarena, se percató de que no podía sacarse de la cabeza a Pisanello, ese maravilloso pintor y medallista de la primera mitad del XV del que apenas conservamos un rastro biográfico suficiente. Ni siquiera le distrajo de su pasmo la entrevista conversación que mantenían dos lánguidas glicinias que se escurrían por encima del histórico albergo Due Torri, justo a su izquierda, ni la discreta algarabía de la plaza, en ese momento tan radiante, pues seguía fascinada con la visión del dañado fresco de San Jorge y la princesa de Trebisonda, que Pisanello pintó hacia 1438 justo sobre el arco de acceso a la capilla Pelligrini, remontando así su arte a unas alturas casi inescrutables. La joven artista no se recuperaba de la impresión precisamente porque le había cogido por sorpresa descubrir la rara elevación del fresco, que parecía pintado con hermosa precisión casi deliberadamente al resguardo de la indiscreta mirada de un un hipotético contemplador; esto es: por el placer de hacer algo bello en sí y para sí.
A la joven artista misma le costó trabajo localizar el fresco, del cual, al principio, apenas si pudo percibir como una pardusca mancha pintada entre antiguas humedades que carcomían la pared. Arrellanada en un banco, al pie del fresco, los ojos de la joven artista poco a poco se fueron quedando atrapados por lo que allí iban descubriendo: la rotunda grupa de un ajaezado caballo blanco, al que un bello caballero de dorada armadura, con la mirada escorada a su derecha, san Jorge, estaba a punto de montar, o el delicado perfil de una princesa de elegante tocado, que solo tenía ojos para mirar fijamente a su campeón presto a partir. La princesa se mantiene erguida, como si fuera una flor alzándose sobre el remolino del brocado de la cola de su vestido interminable, junto a otro caballo, de pelaje bayo, simétricamente emplazado en posición inversa al anterior, con la testa por delante y con la pata izquierda levantada, quizá asustado por el relincho de un par de alazanes que se incorporaban al cortejo por la izquierda o el bullicioso resto de animales que pululaban por entre las patas de la caballería. Prestando más atención, la joven artista también descubría, en un segundo plano, un corro de elegantes hidalgos con expresión preocupada, y, al fondo, la patética imagen de un patíbulo con dos ahorcados colgando a las afueras de una ciudad almenada. Por último, justo al otro lado del arco formero, salvando el espacio intermedio de la clave, la representación de un trecho marino, se topaba con la terrible estampa difusa del dragón, rodeado de despojos y de despavoridos animales en fuga.
Como la princesa miraba con ardiente esperanza al caballero salvador, y este, con aprensión, al bufante dragón que le aguardaba impaciente, la joven artista, ella misma atrapada en el enredo ocular, súbitamente comprendió el sentido de este entrelazado visual. Porque este fresco, de abigarrado engaste narrativo, como una eléctrica nube china, le mostraba a ella la perspectiva de un camino, no en dirección horizontal, entre la izquierda y la derecha, sino en otra muy vertical, entre lo bajo y lo alto, decidiendo, en ese preciso instante, que, en lo sucesivo, no haría más que lo que juzgase bello, de una altura al borde de lo invisible, aunque con ello tuviese que columpiarse frente a un dragón."
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