Hace unos años, cuando Ruiz-Gallardón aún pugnaba por que
Madrid fuera una ciudad puntera —ambición loable aunque equivocara los métodos—
propuso prohibir a los hombres-anuncio al ver proliferar en el centro a
personas que portaban carteles de “compro oro”. Rápido cayó en la cuenta de que
en un país sumido en la precariedad era complicado definir desde un despacho lo
que se podía considerar empleo digno y lo que no. Hoy un empleo así es
envidiado por muchos. Por eso llama la atención que ahora el Ayuntamiento de
Madrid, en imparable decadencia, se plantee multar a los mendigos.
Nadie sabe si las multas incluirán el embargo de los
cartones donde duermen o la confiscación de los céntimos recaudados. En
realidad, multar por ser pobre o no tener hogar es el paso definitivo hacia lo
inconstitucional. No alcanza para garantizar el derecho a un trabajo y a una
vivienda digna, así que se penalizará la tragedia. Hace pocas semanas lo
criticábamos en Hungría y ahora lo celebraremos en nuestra capital de la
indiferencia. Ciertos gobernantes han confundido su cargo, un privilegio
temporal ganado por votación, con el título de propietarios sobre las personas
y los bienes públicos. Es ya habitual que el ministro de Hacienda imponga sus
filias y sus fobias en el reparto de los impuestos de todos con total
naturalidad, pero considerar que los pobres y los mendigos agravian a la ciudad
que no tiene nada que ofrecerles es rizar un rizo bien peligroso.
Vimos que, en Lampedusa, a la muerte masiva de inmigrantes
se le sumó que la ley obligaba a multar a los supervivientes con 5.000 euros
por carecer de papeles y alcanzar la costa de manera ilegal. Los muertos
recibían funeral de Estado y los vivos la orden de expulsión. Las lágrimas se
ahogan en hipocresía. El fracaso de los gobernantes parece ser combustible para
las ideas más peregrinas. Pronto serán los pobres quienes tendrán tan difícil
entrar en el reino de los cielos como un camello por el ojo de una aguja. Ya no
les pertenece ni el derecho a la derrota ni la libertad que concede haberlo
perdido todo. Creo que Jonathan Swift fue mucho más constructivo y elegante
cuando propuso que para acabar con los pobres lo mejor era comérselos.
David Trueba, diario El País, 11 de octubre de 2013
Ya estamos tan acostumbrados a escuchar mentiras y memeces de nuestro Gobierno y allegados que ya no queda sitio para la repulsa ante las declaraciones de Ana Botella. Detengámonos un momento para pensar que eso no lo dice una mujer florero, a la que nadie votó y que ha probado sobradamente su ineptitud para el cargo, sino la alcaldesa de la capital del Reino de España.
ResponderEliminarEs inconcebible que esta propuesta de corte claramente fascistoide no haya sido cercenada de inmediato por su partido. ¿Acaso no tienen corazón?
Mil besos desde este otoño maravilloso.
No lo tienen, José. Son gentuza. Un beso, cielo
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