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sábado, 26 de octubre de 2013

"La lección de Redgrave", por Marcos Ordóñez

El entusiasmo siempre parece sospechoso, sobre todo en los encabronados tiempos que corren. Cuando se habla bien de alguien, sobre todo por escrito, no deja de sorprenderme, pese a los años que llevo en el asunto, que la pregunta más habitual sea “¿Es amigo tuyo?”, como si detrás del elogio hubiera siempre una segunda intención. Naturalmente, no hay que hacer el menor caso, pero eso requiere un cierto entrenamiento que ha de comenzar a edad temprana. Diría que somos entusiastas en nuestra primera infancia, cuando descubrimos y jugamos solos (y esa es la mirada que hay que recuperar), antes de que nos descalabraran las más alegres certezas al entrar en el grupo, donde siempre había alguien que arqueaba la ceja, sonreía de lado, y nos perdonaba la vida porque quedaba mucho mejor escupir el No que abrazar el Sí.

Subtexto eterno del arqueador de ceja: “Yo, de entrada, no. A mí no me la dan. Yo no me mojo. ¡Menudo soy yo! Y si al final resulta que es que sí, tiempo habrá de apuntarse al carro”. A base de cantazos nos empujan, desde temprana edad, hacia el lugar del No. ¿Cuántas veces dudamos en proclamar un Sí rotundo ante el grupo porque teníamos miedo a quedar en minoría, a que se rieran de nosotros y nos dijeran que aquello no estaba de moda y que éramos lelos y no entendíamos? Y es que el Sí entusiasta requiere una cierta dosis de coraje, y el No desdeñoso nos hace parecer más listos y más insobornables. ¡La de veces que habré oído, saliendo de un estreno, la terrible frase “Supongo que te lo cargarás!” O esta otra, tras la crítica (por meridiana que sea): “A ver si me explicas por qué te gusta tanto", a la busca del trasfondo amical o de conveniencia.

No hay que tener miedo a proclamar nuestro entusiasmo, a condición de dejar siempre bien claros los vectores de energía de una obra artística. Y, desde luego, aprender también a detectar las razones del No: lo que no funciona y porqué. Ambos trabajos requieren una combinación de pasión e inteligencia analítica que no siempre tenemos a nuestro alcance. Sabias palabras de Jules Renard: “El crítico depende de su gusto y de su humor, pero ha de formarse el gusto y vigilar su humor”. 


Aunque, para sabiduría, la admirable lección que le dio Michael Redgrave a su hija Vanessa, y que ella contaba en Talking Theatre, el estupendo libro de conversaciones de Richard Eyre. “Cuando yo era adolescente, en 1954”, decía la actriz, “el vanguardista de la familia era mi padre: a él le entusiasmaba lo que hacían George Devine y Tony Richardson en el Royal Court y a mí me volvía loca el teatro que triunfaba en el West End, el teatro de toda la vida. Una vez me recomendó que fuera a ver uno de los primeros montajes de Joan Littlewood en Stratford East, un Ricardo II con Harry H. Corbett. Salí horrorizada porque no había telón ni decorados, y le dije que aquello era un espanto. Mi padre me dijo: ‘Que no te vuelva a oír hablando así de tus compañeros. Cuando vayas a ver una obra, lo primero que has de hacer es tratar de entender lo que se han propuesto y por qué. Y cuando creas haberlo entendido, has de preguntarte si han logrado lo que se proponían. Si te anclas en tus gustos y tus prejuicios nunca entenderás nada del teatro y, todavía peor, nada de la vida’. Es la mejor lección que me dio mi padre. Desgraciadamente, he tenido que reaprenderla en muchas ocasiones”. Yo también me olvido a veces, como ella, de hacerme la pregunta esencial: “¿Me habrá dicho esta función algo que no he sabido escuchar?”.

Marcos Ordóñez, diario El País, 24 de octubre de 2013.

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