El entusiasmo siempre parece sospechoso, sobre todo en los
encabronados tiempos que corren. Cuando se habla bien de alguien, sobre todo
por escrito, no deja de sorprenderme, pese a los años que llevo en el asunto,
que la pregunta más habitual sea “¿Es amigo tuyo?”, como si detrás del elogio
hubiera siempre una segunda intención. Naturalmente, no hay que hacer el menor
caso, pero eso requiere un cierto entrenamiento que ha de comenzar a edad
temprana. Diría que somos entusiastas en nuestra primera infancia, cuando
descubrimos y jugamos solos (y esa es la mirada que hay que recuperar), antes
de que nos descalabraran las más alegres certezas al entrar en el grupo, donde
siempre había alguien que arqueaba la ceja, sonreía de lado, y nos perdonaba la
vida porque quedaba mucho mejor escupir el No que abrazar el Sí.
Subtexto eterno del arqueador de ceja: “Yo, de entrada, no.
A mí no me la dan. Yo no me mojo. ¡Menudo soy yo! Y si al final resulta que es
que sí, tiempo habrá de apuntarse al carro”. A base de cantazos nos empujan,
desde temprana edad, hacia el lugar del No. ¿Cuántas veces dudamos en proclamar
un Sí rotundo ante el grupo porque teníamos miedo a quedar en minoría, a que se
rieran de nosotros y nos dijeran que aquello no estaba de moda y que éramos
lelos y no entendíamos? Y es que el Sí entusiasta requiere una cierta dosis de
coraje, y el No desdeñoso nos hace parecer más listos y más insobornables. ¡La
de veces que habré oído, saliendo de un estreno, la terrible frase “Supongo que
te lo cargarás!” O esta otra, tras la crítica (por meridiana que sea): “A ver
si me explicas por qué te gusta tanto", a la busca del trasfondo amical o
de conveniencia.
No hay que tener miedo a proclamar nuestro entusiasmo, a
condición de dejar siempre bien claros los vectores de energía de una obra
artística. Y, desde luego, aprender también a detectar las razones del No: lo
que no funciona y porqué. Ambos trabajos requieren una combinación de pasión e
inteligencia analítica que no siempre tenemos a nuestro alcance. Sabias
palabras de Jules Renard: “El crítico depende de su gusto y de su humor, pero
ha de formarse el gusto y vigilar su humor”.
Aunque, para sabiduría, la admirable lección que le dio
Michael Redgrave a su hija Vanessa, y que ella contaba en Talking Theatre, el
estupendo libro de conversaciones de Richard Eyre. “Cuando yo era adolescente,
en 1954”, decía la actriz, “el vanguardista de la familia era mi padre: a él le
entusiasmaba lo que hacían George Devine y Tony Richardson en el Royal Court y
a mí me volvía loca el teatro que triunfaba en el West End, el teatro de toda
la vida. Una vez me recomendó que fuera a ver uno de los primeros montajes de
Joan Littlewood en Stratford East, un Ricardo II con Harry H. Corbett. Salí
horrorizada porque no había telón ni decorados, y le dije que aquello era un
espanto. Mi padre me dijo: ‘Que no te vuelva a oír hablando así de tus
compañeros. Cuando vayas a ver una obra, lo primero que has de hacer es tratar
de entender lo que se han propuesto y por qué. Y cuando creas haberlo
entendido, has de preguntarte si han logrado lo que se proponían. Si te anclas
en tus gustos y tus prejuicios nunca entenderás nada del teatro y, todavía
peor, nada de la vida’. Es la mejor lección que me dio mi padre.
Desgraciadamente, he tenido que reaprenderla en muchas ocasiones”. Yo también
me olvido a veces, como ella, de hacerme la pregunta esencial: “¿Me habrá dicho
esta función algo que no he sabido escuchar?”.
Marcos Ordóñez, diario El País, 24 de octubre de 2013.
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