Amanece un domingo helador y radiante, la luz transparente de Madrid, el cielo azul marino, altísimo, y olor a Navidad en las calles. Salgo temprano de casa y camino rápido para burlar al frío. Me cruzo con vecinos abrazados al periódico y a la barra del pan, algo encogidos: una anciana alta y espigada, de rasgos grandes, envuelta en un grueso abrigo de paño y ligeramente coja con la que nunca intercambié palabra pero siempre una sonrisa y una inclinación de cabeza cuando coincidimos; el mocetón senegalés que vende
La Farola en la esquina de mi calle, esta mañana envuelta la cabeza en una gran bufanda blanca y marrón en la que puede leerse
Chanel; la kiosquera, que saluda "hola cariño" a todos los clientes y a diario bromea conmigo intentando venderme el periódico ultraconservador La Razón.
Pese a que la temperatura no permite sentarse a leer la prensa en la calle, al menos a estas horas tan tempranas, me acerco a los jardines de la Casa de Sorolla, donde me encanta sentarme al sol o esconderme de él bajo sus árboles en verano. Ahora, con los colores del otoño, me limito a pasear, huyendo de la gente, y fotografío sus rincones.
Este lugar tiene un aire decadente y dulce que me encanta. Una delicia volver en cualquier momento.
Hace unos años, estuvimos Josep y yo. Recuerdo haber estado un rato disfrutando de ese jardín que me recordó al de la casa de otro valenciano ilustre, Mariano Benlliure. Si algún día pasas por Valencia, no dejes de visitar su casa museo. Su estudio, al final del jardín es un rincón inolvidable. Un beso, guapa.
ResponderEliminarEstos pequeños jardines privados, en el centro de las ciudades, tienen un encanto enorme, sí. Recordaré el de Benlliure cuando vuelva a Valencia. Gracias, David. Un beso enorme
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