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miércoles, 16 de mayo de 2012

"Diario de invierno", de Paul Auster

"No puedes verte a ti mismo. Sabes el aspecto que tienes por espejos y fotografías, pero andando por el mundo, cuando te mueves entre la gente, ya sean amigos, desconocidos o los seres que más quieres íntimamente, tu propio rostro resulta invisible para ti. Puedes ver otras partes de ti mismo, brazos y piernas, manos y pies, hombros y torso, pero solo por delante, nada por la espalda salvo la parte de atrás de las piernas si las tuerces y las pones en la posición adecuada, pero no la cara, nunca tu rostro, y en el fondo -al menos en lo que respecta a los demás- tu rostro es lo que eres, el factor esencial de tu identidad. Los pasaportes no incluyen fotografías de manos y pies. Incluso tú mismo, que ya llevas sesenta y cuatro años viviendo en el interior de tu cuerpo, probablemente serías incapaz de reconocerte el pie fotografiado aisladamente, por no hablar de la oreja, el codo o uno de tus ojos en primer plano. Todo ello muy familiar en el contexto general, pero enteramente anónimo considerado elemento a elemento. Todos somos extraños para nosotros mismos, y si tenemos alguna sensación de quienes somos, es solo porque vivimos dentro de la mirada de los demás."

Soy lectora voraz de las novelas de Auster desde que, hace muchos años, devoré su Trilogía de Nueva York. Con sus libros me pasa algo parecido a con el cine de Woody Allen: unos me gustan más que otros, pero todos me interesan, no me decepcionan nunca y siempre me dejan con ganas de más.

He leído con muchísimo placer este diario que Auster aborda consciente de que está a punto de entrar en la llamada tercera edad, unos apuntes desordenados para los que se pliega a los caprichosos dictados de sus recuerdos y, a veces con vertiginosos saltos en el tiempo, nos habla de todas sus edades, las casas dónde vivió,  las heridas de su cuerpo y su alma, sus matrimonios, sus amores, sus hijos, su familia, sus primeros pasos en la literatura y los oficios que tuvo que desempeñar para salir adelante. Nos habla de los malos y los buenos tiempos, y lo hace con esa prosa brillante y nítida que le caracteriza. El Diario de Invierno es una joya para los amantes de Auster porque le encontramos en estado puro y espiamos su intimidad, algo irresistible para lectores mitómanos como yo. Pero creo que es igualmente disfrutable para el lector no avisado, porque en última instancia habla de las alegrías y las penas de un hombre igual a cualquier otro. Un hombre que mira hacia el pasado, se reconoce, y sigue hacia el futuro. Así termina la novela:

"Tus pies descalzos en el suelo frío cuando te levantas de la cama y vas a la ventana. Tienes sesenta y cuatro años. Afuera, la atmósfera es gris, casi blanca, no se ve el sol. Te preguntas: ¿Cuántas mañanas quedan?
Se ha cerrado una puerta. Otra se ha abierto.
Has entrado en el invierno de tu vida."

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